lunes, 28 de marzo de 2011

JUAN BAUTISTA DE TOLEDO Y JUAN DE HERRERA, MONASTERIO DE SAN LORENZO DE EL ESCORIAL, 1563,-84







De todas las obras emprendidas por Felipe II, el proyecto más importante, y el único que prácticamente se ha conservado hasta nuestros días conforme fuera diseñado, es el monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial, lugar donde se pone especialmente de manifiesto la instrumentalización de las artes efectuada por el rey, al convertir su más querido y costoso proyecto en el exponente programático de la Monarquía y en el mejor ejemplo, en su totalidad, del arte de la Contrarreforma católica.
En la carta de fundación del monasterio, fechada en 1565, se mencionan explícitamente las razones que indujeron al rey a plantear este proyecto. Siguiendo con una tradición secular de la monarquía española, el edificio ideado por el monarca tenía que asociar las funciones de residencia real y de monasterio que, regido por la orden de jerónimos, había de convertirse en un centro de estudios acorde con las disposiciones del Concilio de Trento. Es más, desechada la posibilidad de enterrar a Carlos V en la catedral de Granada o en su retiro de Yuste, el edificio debía asumir además la función de panteón de la dinastía imperial, coincidiendo con los móviles funerarios y las preocupaciones dinásticas de Felipe II. Por tanto, cada una de las partes del edificio -iglesia, palacio, biblioteca, convento y colegio- se definieron como portadoras de una significación concreta y una función práctica que, en conjunto, convierten a El Escorial en el exponente de una perfecta combinación de lo práctico y lo simbólico y en el ejemplo más fidedigno de la cultura de una época.
Dos años después de su nombramiento como arquitecto de las obras reales, Juan Bautista de Toledo es designado como director de las obras del monasterio. De acuerdo con los intereses e ideas del monarca, el arquitecto realizó un primer proyecto del edificio que, a excepción de su disposición y dimensiones, sería modificado sustancialmente antes de su muerte. Se trataba de un proyecto renacentista a la manera italiana cuyas magnitudes eran desconocidas hasta entonces en España. El edificio se dividía en dos partes claramente diferenciadas: la zona oriental -palacio, iglesia y claustro conventual- con tres pisos, se escalonaba respecto a la occidental, con sólo dos, donde se situaba la portada principal, entre el colegio y el convento que, como la iglesia, estaba flanqueada por dos torres, al parecer cupuladas. La diferencia entre ambas zonas se acentuaba con la aparición de otras dos torres en. las crujías del norte y mediodía y estaba supeditada al espacio de la basílica, que sobresalía por su cúpula y sus cuatro torres situadas a sus pies y en la zona de la cabecera.
Aunque a Juan Bautista de Toledo, fallecido en 1567, se debe la idea general del conjunto y la aceptación de la traza universal del edificio, su proyecto resultaba todavía muy complejo, debido al excesivo número de torres -reducido a la mitad en el proyecto definitivo- y al resalte visual de la basílica, que afectaban negativamente a su pretendido carácter unitario. Con la incorporación a la obra de Juan de Herrera en 1564, coincidiendo con las nuevas necesidades del monasterio al conseguir los jerónimos duplicar el número de religiosos de la comunidad, las obras tomaron un nuevo rumbo, simplificándose el juego de volúmenes previsto como consecuencia de suprimir la iglesia como referencia visual dominante al alzarse la fachada exterior el doble de la altura prevista. Con esta decisión, el envoltorio exterior del edificio, estereométricamente simple, adquiere una importancia determinante en el conjunto.

De todas las partes del edificio, lo que más problemas planteó al monarca y a sus arquitectos fue, sin duda, la Basílica, elemento nuclear del conjunto situado en el eje axial del edificio.
Al templo se accede desde la fachada principal del edificio que, con sus órdenes monumentales, la escultura de San Lorenzo y el escudo real, destaca la parte central haciendo una primera referencia al altar mayor de la iglesia. Superado el ingreso, siguiendo el eje principal del edificio, penetramos en el Patio de Reyes, a modo de atrio de la basílica, donde se sitúa la verdadera fachada del templo. Esta se ordena con medias columnas de orden dórico-toscano en su cuerpo inferior y con las esculturas de los Reyes de Judá, destacados sobre pedestales delante de pilastras toscanas en el superior, rematándose con un frontón triangular, roto en su parte inferior por un enorme ventanal. La basílica propiamente dicha, que recoge en su primer tramo la tradición conventual española de coro en alto a los pies del templo, se organiza a partir de un espacio central cubierto con cúpula sobre tambor y responde a una arquitectura monumental y desornamentada cuyos alzados se articulan con un orden colosal de pilastras dóricas que soportan las cornisas sobre las que cargan las bóvedas. La idea de tan grandioso edificio culmina en la cabecera, donde se dispuso el altar mayor, a cuyos lados y en ángulo se situaron los retratos familiares de Carlos V y Felipe II y, en el centro, el templete del Sagrario donde se acentúa de forma más acusada la carga expresiva y simbólica del monumento.
Fue el padre Sigüenza el primero en establecer la comparación del monasterio con el Tabernáculo de Moisés y el Templo de Salomón. Algunas de estas relaciones se corroboran a la vista de los programas del conjunto. Si el análisis arquitectónico del edificio nos llevaría a establecer una serie de paralelismos con el templo de Jerusalén, hemos de señalar que las esculturas de los Reyes de Judá situadas en la fachada principal de la basílica lo relacionan directamente con el tema del Templo de Salomón. De la misma manera, la referencia al tabernáculo bíblico se manifiesta explícitamente en el templete del Sagrario -obra del orfebre Jacomo da Trezzo, según las trazas de Herrera- y en la zona del altar mayor, donde culmina el recorrido fundamental del edificio con el desarrollo del tema de la Redención.
A uno de los lados de la iglesia se sitúa el Patio de los Evangelistas, cuya solución debe también atribuirse a Herrera, y que constituye una de las grandes unidades constructivas del conjunto. A través de él se da acceso a las salas capitulares y a la antesacristía, y en él desemboca la grandiosa escalera imperial, cuya caja, mayor en altura que el claustro, sobresale por encima del mismo.
Al norte del edificio, al otro lado de la iglesia, está situado el Palacio del Rey, comunicado con los aposentos privados del monarca, que se sitúan en el entorno del presbiterio de la basílica. El palacio real se articula en torno a un gran patio, simétrico al de los Evangelistas, dividido en tres partes por dos crujías ortogonales, donde se emplazan las salas de representación situadas en torno al Patio de los Mascarones, los servicios de la corte y la Sala de las Batallas. La ausencia de espacios de ostentación, propios de las construcciones palaciegas contemporáneas, convierten a esta zona del monasterio en un lugar de retiro espiritual del monarca, que permanece oculto para sus súbditos recluido en sus habitaciones privadas, comunicadas visualmente con el altar mayor de la basílica.

La zona occidental del monasterio se organiza mediante un sistema de patios -cuatro por unidad, separados por dos crujías ortogonales-que, a ambos lados del Patio de los Reyes, estructuran la zona conventual y la destinada a los estudios. En la clausura del Convento se disponen, entre otras dependencias, la iglesia de prestado, el refectorio y las cocinas y un interesante lucernario central, y los cuatro patios chicos articulados en alzado por tres pisos de arcadas sobre pilares, en respuesta a una tosca solución carente de orden arquitectónico, que contrasta por su austeridad con la solución serliana de los alzados del Patio de los Evangelistas. La última parte que se comenzó a construir fue la zona destinada a Colegio y Seminario, en la que sin problemas se duplicó la estructura del núcleo simétrico del convento, completando así la traza universal prevista por Juan Bautista de Toledo.

Pero, de todo el conjunto de El Escorial, la pieza más importante después de la iglesia es la Biblioteca, nexo de unión de la zona del convento y del estudio, o sea, del mundo de lo sagrado y de lo profano.

Todas estas funciones religiosas, culturales y representativas que se concretan en los diferentes programas parciales, recientemente estudiados por C. von der Osten Sacken, se subordinaron a un plan simbólico de conjunto. La relación con la cultura contrarreformista, tal y como se ha venido estableciendo por la historiografía tradicional, sólo explica parcialmente alguno de estos aspectos simbólicos que relacionan el edificio con el Templo de Salomón y con la cultura hermética del rey y de sus más íntimos colaboradores. Si la relación con el Templo de Jerusalén se ha cuestionado desde sus orígenes, aunque es comúnmente admitida por todos, el valor simbólico de la traza universal y de la figura cúbica adquieren un significado especial en el proyecto, como ya ha sido estudiado en dos interesantes trabajos por los profesores G. Kubler y R. Taylor. La insistencia en los elementos geométricos y en el valor simbólico del cubo está relacionada con la cultura lulista de Juan de Herrera, que en su "Discurso de la figura cúbica", nos explica las propiedades matemáticas y simbólico-mágicas de ese cuerpo geométrico. Para el arquitecto del rey ésta es la figura geométrica más perfecta ya que contiene en sí misma todas las operaciones matemáticas posibles y la plenitud del ser y el obrar. Por tanto, de la misma manera que la figura cúbica contiene en esencia todas las propiedades tanto en lo natural como en lo moral, el espacio cúbico de El Escorial encierra todas las claves interpretativas de la cultura de una época, relacionadas armónicamente en los correspondientes programas del monasterio.

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