martes, 8 de marzo de 2011

Botticelli, La Primavera, 1478




El objetivo primordial de hallar el pleno realismo en la representación plástica se observa en la pintura del Quattrocento, y junto a ello, unos criterios de recuperación del lenguaje clásico, elementos ambos que van a definir la impronta inicial del Renacimiento en Italia.

La pintura entra así en un lenguaje completamente nuevo y que por tanto resulta tan revolucionario o más que en los otros géneros de la escultura o la arquitectura. Nada tiene que ver este nuevo tipo de representación pictórica con la de época medieval, porque aquélla hacía abstracción de la realidad en su deseo de representar un ámbito espiritual y místico. Por ello mismo la pintura en el Quattrocento tiene mucho de experimental, porque debe ir encontrado poco a poco los caminos que permitan alcanzar ese pleno realismo. Una de las aportaciones que conlleva esa búsqueda del realismo será la experimentación perspectiva, que tanto juego dará durante el Quattrocento. Por su parte, la influencia clásica impone una serie de criterios que son comunes a otros lenguajes plásticos de la época, basados sobre todo en los principios de armonía, equilibrio y proporción. De ahí, las composiciones equilibradas, predominando las estructuras en triángulo y las composiciones cerradas, siempre más estables; de ahí también la utilización de luces homogéneas, de escasos contrastes; así como los colores de tonos suaves y perfectamente compensados.

Temáticamente, aparecen nuevos géneros, algunos consecuencia de ese mayor realismo que como hemos dicho impregna la nueva representación, como el paisaje o el retrato. Igualmente irrumpe el tema mitológico y no falta la temática cristiana.

En este contexto aparece la figura irrepetible de Sandro Filipepi, llamado Boticelli. (Florencia 1445‑1510), que curiosamente desarrollará una pintura, que si bien participa de muchas de las novedades antedichas, por otra se halla lejos de una representación realista, más bien huye de ella, preocupado por recrear en su obra la atmósfera idealizada de un ideario básicamente neoplatónico, de tal forma que su pintura representa una vía de plena idealización platónica en medio de la experimentación renacentista. No en vano es uno de los seguidores más significados de la corriente filosófica neoplatónica que liderada por Marsilio Ficino y Pico della Mirándola se desarrolla en la corte florentina de los Médici.

Es ésta una corriente estetizante, es decir que tiene en la búsqueda de la belleza su principal objetivo, entendiendo como tal una concepción igualmente idealizada, por platónica, de una idea de belleza que no puede apreciarse simplemente a través de los sentidos. Se trata así de recrear un mundo imposible de figuras angelicales y entornos de Paraíso, más próximos al deleite espiritual que al puramente sensual. Por ello se considera a Boticelli un puro esteta, un místico de la belleza y su pintura será por ello delicada, sutil, de líneas definidas y ritmos danzarines, de luces diáfanas y tonos cristalinos que convierten en poemas sus pinturas.

Su formación se produce en el taller de Fray Filipo Lippi primero, y después en el de Verrochio, taller en el que coincidirá con Leonardo que sólo es siete años más joven que él. La antítesis entre ambas personalidades explica también la diferencia entre la obra de Boticelli y la del periodo florentino de Leonardo, hasta el punto de que al primero podemos considerarlo el último de los grandes maestros del Quattrocento y al segundo, el primer gran genio del Cinquecento. De las tablas más conocidas de este autor hemos elegido la más plenamente neoplatónica.

En realidad se trata de un cuadro sobre el amor. Uno de los más hermosos cuadros sobre el amor, porque además se contempla desde la visión idealizada de lo que es el amor platónico. Para explicarlo recrea todo un complejo programa iconográfico. Así, en el centro de la composición aparece Venus, flanqueada a la derecha por Céfiro que persigue a la ninfa de la Tierra, Cloris, que en ese momento al ser tocada por él se transforma en Flora (Diosa de la vegetación y las flores). Sobre Venus, Cupido dirige sus flechas hacia las Tres Gracias, situadas a la izquierda, y más concretamente hacia una de ellas, Castitas, situada en el centro de las tres. A su vez a la izquierda, Castitas mira al Dios Mercurio, mensajero de los dioses y por ello también, nexo de unión entre la tierra y el cielo.

Se crea así, por medio de este amplio y complejo relato temático, un círculo neoplatónico del Amor: el Amor que surge en la Tierra como Pasión (la de Céfiro), regresa al Cielo como Contemplación (la de Castitas hacia Mercurio, que mira hacia lo alto meditabundo). Es decir, que el amor sensual y carnal, que no es el verdadero (de hecho desaparece al tocarlo, como ocurre con la metamorfosis de Cloris) debe convertirse para ser real en un amor contemplativo, espiritual, profundo, idealizado en fin y por tanto platónico.

El perfecto simbolismo temático reitera su mensaje a través de un estilo pictórico particular: el ambiente nostálgico y melancólico de este mundo neoplatónico e ideal se refuerza con la ausencia de perspectiva; con el protagonismo de la línea, que de nuevo marca los ritmos suaves y danzarines de las figuras, que flotan en un mundo que no es el nuestro; con un detallismo minucioso, que hace de esta tabla entre otras cosas un inventario de botánica; y con esos rostros delicados, casi de porcelana, tan bellos y tan característicos de Boticelli.

Pervive también la composición triangulada de perfecto equilibrio, la luz blanquecina y homogénea, y el color con predominio de tonos suaves.

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