Praxíteles nos muestra aquí la cara más frívola de la religión griega, en esta obra en la que el joven dios Apolo juega matando a una lagartija.
¿Por qué el dios se entretiene despreocupadamente en una tarea de tan poca importancia? Sería una burla pensar en una versión diminuta de la serpiente Pitón, y no parece que Apolo, defensor contra todas las plagas campestres, desde los lobos hasta las langostas, tuviese mucho que hacer contra animal tan inocente.
Sea como fuere, al margen de la búsqueda de la anécdota, tan alejada del heroísmo de las obras de Policleto o Fidias, esta escultura es de una novedad técnica impresionante. El suave torso, por vez primera en la estatuaria griega, se desequilibra hasta no poderse sostener por sí solo. A punto de perder su estabilidad, ahora ya se deshace en una bella curva continua, la curva praxitélica, que un árbol debe soportar. Y el propio árbol, por lo demás, añade, con su lagarto, una dimensión nueva a la estatua: Apolo aparece idealmente inmerso en un paisaje idílico, resumen ideal de los felices campos del Olimpo donde viven los dioses su eternidad placentera. Jamás hasta entonces la absoluta felicidad divina había sido plasmada de forma tan directa y espontánea. Quien se empeñe en ver en esta obra sólo amaneramiento decadente, sin duda se quedará sólo en la superficie de un profundo enfoque religioso.
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