La escultura clásica en Grecia alcanza una importancia extraordinaria dentro del arte griego, tanto por las novedades que introduce como por servir de referencia universal a toda la estatuaria posterior. Ya es significativo que a la arquitectura griega se le asignen “valores escultóricos”, lo que quiere decir que la escultura tiene una preeminencia en la proyección de su sensibilidad. Ciertamente puede decirse que es su estatuaria la que acuña el concepto de belleza del arte griego. Por ello se convierte en el mejor compendio de los valores que se le asignan a ese ideal de belleza.
Es en primer término una escultura antropomórfica, que exalta el ideal del Hombre perfecto. Que busca por ello la perfecta armonía y la belleza proporcionada del cuerpo humano, a lo que añade una perfección espiritual que se manifiesta en la idealización expresiva. En este sentido se mantienen los mismos ideales de belleza que en la arquitectura, esa misma belleza racional fundada en la medida y en este caso proyectada sobre el Hombre.
Su evolución histórica permite el rastreo de una serie de cambios sutiles que progresivamente van cuajando la perfección técnica y formal, hasta el alcanzar la plenitud que representa su pleno clasicismo. Su origen es difuso porque no se han conservado apenas restos, pero se trataría de pequeñas estatuillas de madera con una función votiva, las llamadas Xoanas, que estarían en el germen de las primeras estatuas en piedra. La escultura monumental inicia su desarrollo en los triglifos y metopas de los templos, si bien se trataba de obras lógicamente en relieve. Por lo que respecta a la estatuaria tiene sus primeras manifestaciones en Creta, con imágenes votivas normalmente femeninas y de culto a la fertilidad, así como en las mencionadas Xoanas. Posteriormente aparecen los dos modelos característicos de la primera estatuaria griega en piedra: Los Kurós, imágenes masculinas y las Korés, muchachas vestidas con la indumentaria griega. Aparecen en torno al 600 a.c y les caracteriza una tendencia a la rigidez, al sentido de bloque del que no parecen poder desprenderse y una composición de tipo frontal. Predominan los elementos geométricos en la soluciones anatómicas, imponiendo a la vez una estética de músculos poderosos y ojos globulares, así como una característica sonrisilla muy arcaica.
A mediados del S. V a.c. se produce el momento de mayor esplendor de la escultura griega, tanto en el número como en la calidad de las obras y sus autores. Es el siglo de Pericles que hace grande Atenas, pero es también la etapa de autores universales como Mirón, Fidias o Policleto, que curiosamente, cuenta la tradición que fueron los tres discípulos de un mismo maestro, Hagéladas de Argos. Es la época plena en la que el concepto de belleza basado en la medida, la perfección técnica y la armonía compositiva alcanzan su cénit.
Superado el momento álgido del clasicismo pleno se produce una tendencia a la barroquización de las formas, a la estilización de los cánones, a la acentuación del movimiento, y la pérdida de la férrea ortodoxia al absoluto equilibrio, armonía y proporción. El fenómeno es paralelo al momento histórico en que la democracia ateniense entra en crisis, en vísperas ya de las guerras del Peloponeso. Es el periodo que llamamos del Clasicismo tardío, que propone una escultura más humana y menos idealizada, y que dará frutos igualmente universales en obras y autores (Praxiteles, Lisipo, Leócares, Scopas...)
Finalmente, el cambio político que supone la formación y desarrollo del Imperio de Alejandro Magno provoca un cambio importante en la cultura y el arte del mundo griego. La escultura pierde su sentido de la armonía y de la idealización de la figura humana, se acentúa el realismo y la fuerza expresiva; y cambian además los temas, que no siempre reflejan aspectos favorables o sobrenaturales, sino que por el contrario se recrean muchas veces en la representación de lo negativo, lo anecdótico o lo intranscendente.
La obra elegida en esta ocasión corresponde a esta última etapa. Se trata de una obra original, realizada por tres artistas de la misma familia pertenecientes a la Escuela de Rodas, y que la destinan ya a la ciudad de Roma. Probablemente se tratara de una copia o de una adaptación de una obra similar anterior, tal vez del S. II a.c.
El grupo escultórico describe un paisaje de la Eneida de Virgilio, cuando Laocoonte, sacerdote de Apolo, se opone a la entrada de un caballo griego en la toma de Troya. Es entonces cuando él y sus hijos son atacados por sendas serpientes sobre el Ara del dios al que así habían ofendido.
La obra es de una gran espectacularidad dramática, hasta el punto de que se la considera expresión universal del dolor. En este efectismo dramático tiene mucho que ver la disposición teatral, ficticia, de los personajes, sus posturas retorcidas hasta el paroxismo, la tremenda fuerza expresiva de unos tratamientos anatómicos, "explosivos" por su vigor, y el efecto gestual del propio Laocoonte, retorcido y lacerado por su dolor, que no es sólo un sufrimiento físico, es más torturante el que le produce su culpabilidad y el castigo que han de sufrir sus hijos por su falta. De ahí su rostro descompuesto, su cuerpo retorcido, pero sobre todo esa tensión que se advierte en su titánica musculatura a punto de explosionar, con todos sus miembros tensados, sus venas salientes, sus bíceps a punto de reventar, que no son en su conjunto sino la agonía del espíritu a punto de romper la cárcel del cuerpo. Esa impresionante musculatura, desaforada y doliente, y sobretodo su rostro, herido por violentos contrastes de luz y sombra en la boca entreabierta, los ojos semihundidos, los pómulos salientes o el pelo crespo y enredado se han convertido con el tiempo en la expresión plena del dolor humano.
Se puede hablar de un tratamiento distinto del Laocoonte respecto de sus hijos, que siguen dentro de esquemas neoclásicos de mayor idealización y refinamiento, lo que por otra parte no impide que precisamente sea la composición de todo el conjunto la que otorgue uno de sus mayores méritos a la obra: los tres personajes están perfectamente interrelacionados y entrelazados por la línea sinuosa y trepidante de las serpientes, creando a su vez una composición centrípeta, que acentúa su fuerza expresiva al irrumpir la luz y la tensión de los cuerpos del centro hacia fuera. Sensación que se agrava por la disposición en diagonal de todo el conjunto.
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