Mostrando entradas con la etiqueta Quattrocento. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Quattrocento. Mostrar todas las entradas

martes, 8 de marzo de 2011

Botticelli, La Abandonada (Deleritta): el punto y final

Una de las últimas y menos conocidas obras de Botticelli, en la que el pintor renuncia a lo bonito y detallista para centrarse en un mensaje de desolación.

Botticelli, Natividad Mística, 1501 (National Gallery, Londres)

Es la única obra firmada y fechada por Botticelli. Se ha sugerido que fue pintada para su propia devoción privada, o para alguien cercano a él. Ciertamente es poco convencional, y no representa simplemente los acontecimientos tradicionales del nacimiento de Jesucristo y la adoración de los pastores y los reyes magos. Más bien es una visión de estos acontecimientos inspirados por las profecías del Apocalipsis.

Aunque es difícilmente interpretable, dado que huye de toda la iconografía clásica de la Navidad, el tema hace probablemente referencia a la situación florentina de inicios del siglo XVI, con la caída de los Medicis y la toma del poder por el partido de Savonarola. Quizá Botticelli pintara este cuadro como ilustración de los sermones de Savonarola contra la decadencia moral de la Florencia de los Medicis.

El pathos que se respira en el cuadro, el sentimiento de los penitentes en torno a la Natividad, son bastante elocuentes para recordar el canto del partido de Savonarola: Al vaglio, al vaglio, venite tutti quanti e con amari pianti. Es una obra representativa de sus composiciones tardías, en las que introduce el dolor lleno de pathos, de modo que exige una mayor participación del espectador.

En esta obra abandona la perspectiva y el realismo, cayendo en una consciente regresión hacia un gusto arcaizante, lo que se adaptaba adecuadamente a la complicada simbología que requerían los temas sagrados. La falta de realismo viene subrayada por las convenciones estéticas del arte medieval y por la introducción de textos griegos y latinos dentro de la propia pintura.

En una época en que los pintores florentinos estaban recreando la naturaleza con sus pinceles, Botticelli libremente asumió la artificialidad del arte. En esta obra, incluso fue más allá, a lo arcaico, para expresar verdades espirituales -casi como los victorianos que lo redescubrirían en el siglo XIX.

Botticelli, La Anunciación de Cestello, 1489


Si el Renacimiento en su primera etapa es una fase de experimentación que recupera el naturalismo y el realismo de la imagen frente al idealismo medieval, Sandro Boticelli representa una opción muy personal y diferente, que sin perder parte de esa búsqueda de la realidad en el cuadro, se extravía también en una idealización que nos traslada a mundos imaginarios, figuras celestiales y paisajes de ensueño. No es casualidad que su formación humanista estuviera impregnada de neoplatonismo, y que de hecho él mismo fuera uno de los seguidores más significados de la filosofía neoplatónica que de la mano de humanistas como Marsilio Ficino y Pico Della Mirándola, triunfa en la corte de los Médici.

Por ello, Boticelli en sus cuadros no quiere perder la oportunidad que le brinda el lienzo para trasladarnos a través de sus imágenes al mundo platónico de las ideas: al mundo del amor en obras como La Primavera, o al de la belleza en cuadros como El nacimiento de Venus. Es por ello que sus pinturas coquetean con la representación de la realidad transfigurándola ahora en una imagen a veces visionaria, a veces simplemente idealizada, pero siempre bella. Como si la búsqueda de la belleza fuera su verdadero objetivo. Tal vez porque la belleza misma es la esencia del mundo platónico de las ideas. El resultado es así el de una pintura puramente estética realizada por un autor al que podríamos considerar un místico de la belleza, un puro esteta él mismo también. Una pintura por tanto delicada, sutil, de líneas definidas y ritmos danzarines, de luces diáfanas y tonos cristalinos que convierten en poemas sus pinturas.

No podía por tanto faltar este autor y una muestra de su obra en una sección como ésta, comprometida también ella en capturar la belleza del arte.

No importa además que el tema del cuadro sea mitológico o no lo sea, porque también en sus obras de iconografía religiosa, sigue Boticelli empeñado en perseguir incansable la belleza. Así ocurre en esta Anunciación delicada y sutil como pocas.

La estructura compositiva del cuadro es en cualquier caso muy típicamente quattrocentista. La escena se plantea en una habitación a la que no le faltan recursos formales (especialmente en el taraceado del suelo) para representar una perspectiva lineal, y por otro lado, se abre al fondo un paisaje, como otro elemento igualmente característico de abrir el cuadro a un segundo plano diáfano que acreciente la sensación de profundidad.

Pero más allá de este encuadre, las figuras, verdaderas protagonistas de la obra son Boticelli pleno, es decir, idealismo y belleza. Y lo es en primer lugar por la disposición de las figuras, de una elegancia refinada, en la que no falta, como en tantas obras suyas, la liviandad en este caso de la Virgen, que parece flotar en un entorno ingrávido que no es propio de este mundo. En lograr ese efecto tiene mucho que ver sin duda la composición de la obra, dominada por una diagonal marcada por los brazos del arcángel y de la Virgen que se acercan sutilmente hasta casi tocarse la punta de los dedos.

Esa misma postura se afianza con los gestos de los personajes, contrapuestos entre sí, pues a la actitud decidida del arcángel se opone la de la Virgen, arrebolada por la noticia y que parece huir de las palabras escuchadas con una postura esquiva pero que en su pose danzarina nos cautiva por su gracilidad y turbación.

No falta el detallismo característico de la obra de Boticelli y su línea igualmente fina y delicada, que además de sorprendernos siempre por su precisión y exquisitez, en este caso además potencia el ritmo dado a la escena y la cadencia armoniosa de los gestos.

El cuadro se completa con una lograda armonía de colores, que dentro de la serenidad de los tonos combina fríos y cálidos, tenues y brillantes en un acorde pleno de equilibrio y mesura.

Botticelli, El Nacimiento de Venus, 1485


El Nacimiento de Venus, de Boticelli, es una pintura al temple en la que el autor intenta reconstruir una pintura del pintor griego Apeles descrita en un poema por Poliziano. Representa el momento en que Venus llega a la isla de Chipre tras su nacimiento, empujada por el dios del viento, Céfiro, y acompañada por la diosa de la brisa, Aura, mientras Flora, una de las Horas, la cubre con un paño para llevarla a presencia de los dioses.

En la línea de lo dicho anteriormente la obra tiene un claro sustrato neoplatónico con una influencia directa de la Academia de Marsilio Ficino, según la cual, al hombre se le presentan dos caminos, uno contemplativo, regido por Saturno, y otro activo, regido por Júpiter. En este caso, Venus (una Venus púdica, que cubre su sexo con los rizos de su larga melena y que intenta cubrirse los senos con una mano) se relaciona con el mundo contemplativo de Saturno pues es él (Cronos en la mitología griega), quien la engendra al arrojar los genitales de su padre, Urano, al mar. Aunque también se le ha querido dar una interpretación cristiana, al señalar que es una alegoría del alma cristiana que lo mismo que Venus surge a la vida por el agua, en este caso del bautismo.

De todas formas, no es esta iconografía puramente clásica la única lectura del cuadro porque también se puede traducir como una idealización platónica, pero del ideal de belleza, de la belleza neoplatónica, es decir, inalcanzable, espiritual, de ensueño, existente en todo caso en el Mundo de las Ideas, pero no en el terrenal. Podríamos decir por todo ello, que lo mismo que el cuadro de este mismo autor de La Primavera se relacionaría con la idea platónica del amor, El nacimiento de Venus lo hace con el ideal platónico de Belleza.

Desde el punto de vista estrictamente artístico la pintura refleja perfectamente ese ambiente idealizado y neoplatónico. Es por ello una pintura plana, grácil, etérea, en la que tanto los personajes como los elementos del paisaje se abstraen de la materia y de la realidad.

Prevalece la línea sinuosa y sensual, marcando el ritmo sutil de la composición, y se desentiende de la representación del volumen y de la perspectiva. Tal es su idealización, que las olas del mar se reducen a un mero esquematismo de pequeñas líneas todas iguales. La composición vuelve al esquema triangular, que equilibra en armonía la obra. Y en cuanto a la distribución de la luz sigue una disposición cenital, cristalina, de brillos inmaculados, y que acentúa sin duda la sensación de inmaterialidad. Lo mismo que el color, de tonos alegres, pero en el que impera un entorno verde azulado, que enmarca todo el sentido "celestial" de esta representación, aunque en general prevalecen las tonalidades frías, que en todo caso contrastan con el contorno firme y claro de las figuras y el delicado color de las encarnaciones.

El resultado final es el de una imagen que nos presenta una irrealidad ensoñada: el fondo parece un decorado teatral, el mar se ve apenas esbozado, la tierra y los árboles del paisaje resultan ficticios y el cielo se confunde con el mar en una continuidad cromática que carece de perspectiva.

Es igualmente importante subrayar la recuperación del desnudo como imagen de belleza espiritual, lo que es una muestra más de sus referencias clásicas, si bien se trata por supuesto de un desnudo puro y recatado. Al respecto, parece ser que la modelo de esta preciosa Venus pudo haber sido Simonetta Vespucci, amante de Lorenzo de Médicis, cuyo rostro de porcelana, su larga melena dorada y su cuerpo exquisito aparecen también en otras obras del pintor.

En resumen un obra del pleno Quattrocento, es decir, una sabia conjunción de belleza clásica e idealización platónica. Queda del legado clásico el tema, que pertenece a la mitología greco-romana; el desnudo de tradición clásica; así como la autoría original, porque como se ha indicado, la obra se inspira en una descripción de una pintura de Apeles. La búsqueda de la armonía es también una característica renacentista, de ahí la composición triangular, cerrada y estable.

A continuación, un video sobre este cuadro:



Botticelli, Venus y Marte, 1483

Temple y óleo sobre tabla de álamo que trata el tema del amor triufante sobre la guerra.

Marte, dios de la guerra yace apaciblemente a la derecha observado cuidadosamente por su amante Venus, diosa del amor y la belleza. Ni el jugueteo de los pequeños sátiros le despiertan. Ha sido desarmado y en este momento no hay lugar para la violencia.

De formato apaisado, este cuadro conservado hoy en la National Gallery, parece que fue pintado para un arcón de bodas. Las pequeñas avispas que aparecen zumbando junto a Marte nos hacen pensar que podría tratarse de un regalo para la familia Vespucci (avispa en italiano), ya que Simonetta, probablemente la retratada, era la amante de Giuliano de Médicis.

El Amor y la Guerra, la Gracia y Belleza frente a la Barbarie y la Pasión. Botticelli ha optado por el equilibrio apolíneo.

La composición equilibrada, las líneas elegantes del dibujo y los tonos claros del color son otras de las características de esta obra que debemos comentar, así como las generales de Botticelli.

Botticelli, Palas dominando al Centauro, 1482-83

Temple sobre tela encargado por Lorenzo di Pierfrancesco de Medici que forma parte de las obras profanas que Botticelli pintó en los 80. Puesto que no ilustra escenas religiosas sino mitológicas, marca un giro en la carrera del artista, que se vincula sobre todo a una pintura rica en símbolos en los que se mezcla la antigüedad con el cristianismo.

La tela fue pintada para las bodas de Lorenzo il Popolano y pudo portar un mensaje matrimonial, entendido como la belleza femenina que doma la fogosidad masculina. Que se trata de un encargo de los Medici se muestra en el vestido claro que viste, pues en él se representan anillos entrelazados con diamantes engastados, un emblema de dicha familia.

El desnudo paisaje de esta pintura hace que la mirada se centre en las dos figuras. Un centauro ha sobrepasado los límites, internándose en territorio prohibido. Lleva aljaba y arco. Este ser lujurioso, mitad caballo y mitad hombre, es controlado por una ninfa guardiana armada con un escudo que le cuelga del hombro y una alabarda, y le ha cogido por los cabellos. La mujer ha sido identificada como la diosa Atenea, que lleva en los brazos y la cabeza ramas de olico, símbolo de la paz.

Lo que no se discute es el contenido moral de la pintura, en la que la virtud y la castidad vencen a la sensualidad, a la brutalidad del instinto, según los preceptos de Marsilio Ficino y el círculo neoplatónico que frecuentaba Botticelli. Las dos partes del alma humana, luchando entre ellas, están representadas por la naturaleza dual del centauro. Este último quizá fue inspirado por algún relieve clásico, aunque la expresión patética, entre irritada y triste, es enteramente de Botticelli.

Otra interpretación del cuadro hace referencia a la labor política de Lorenzo de Médicis como pacificador. Así, Palas sería la señoría florentina de Lorenzo el Magnífico que en aquel periodo estaba en Nápoles para evitar la guerra, simbolizada por el Centauro, entre el Papa y el Rey de Nápoles, en su célebre función de "fiel de la balanza" de los potentados italianos de finales del siglo XV. Esta interpretación justificaría la corona y la decoración de la ropa con ramos de olivo, lo que es notorio que simboliza la paz.

Esta pintura marca el final del periodo mediceo de Botticelli, pues de aquí en adelante la temática de sus pinturas cambia y se convierte crecientemente en religiosa.

Botticelli, La Primavera, 1478




El objetivo primordial de hallar el pleno realismo en la representación plástica se observa en la pintura del Quattrocento, y junto a ello, unos criterios de recuperación del lenguaje clásico, elementos ambos que van a definir la impronta inicial del Renacimiento en Italia.

La pintura entra así en un lenguaje completamente nuevo y que por tanto resulta tan revolucionario o más que en los otros géneros de la escultura o la arquitectura. Nada tiene que ver este nuevo tipo de representación pictórica con la de época medieval, porque aquélla hacía abstracción de la realidad en su deseo de representar un ámbito espiritual y místico. Por ello mismo la pintura en el Quattrocento tiene mucho de experimental, porque debe ir encontrado poco a poco los caminos que permitan alcanzar ese pleno realismo. Una de las aportaciones que conlleva esa búsqueda del realismo será la experimentación perspectiva, que tanto juego dará durante el Quattrocento. Por su parte, la influencia clásica impone una serie de criterios que son comunes a otros lenguajes plásticos de la época, basados sobre todo en los principios de armonía, equilibrio y proporción. De ahí, las composiciones equilibradas, predominando las estructuras en triángulo y las composiciones cerradas, siempre más estables; de ahí también la utilización de luces homogéneas, de escasos contrastes; así como los colores de tonos suaves y perfectamente compensados.

Temáticamente, aparecen nuevos géneros, algunos consecuencia de ese mayor realismo que como hemos dicho impregna la nueva representación, como el paisaje o el retrato. Igualmente irrumpe el tema mitológico y no falta la temática cristiana.

En este contexto aparece la figura irrepetible de Sandro Filipepi, llamado Boticelli. (Florencia 1445‑1510), que curiosamente desarrollará una pintura, que si bien participa de muchas de las novedades antedichas, por otra se halla lejos de una representación realista, más bien huye de ella, preocupado por recrear en su obra la atmósfera idealizada de un ideario básicamente neoplatónico, de tal forma que su pintura representa una vía de plena idealización platónica en medio de la experimentación renacentista. No en vano es uno de los seguidores más significados de la corriente filosófica neoplatónica que liderada por Marsilio Ficino y Pico della Mirándola se desarrolla en la corte florentina de los Médici.

Es ésta una corriente estetizante, es decir que tiene en la búsqueda de la belleza su principal objetivo, entendiendo como tal una concepción igualmente idealizada, por platónica, de una idea de belleza que no puede apreciarse simplemente a través de los sentidos. Se trata así de recrear un mundo imposible de figuras angelicales y entornos de Paraíso, más próximos al deleite espiritual que al puramente sensual. Por ello se considera a Boticelli un puro esteta, un místico de la belleza y su pintura será por ello delicada, sutil, de líneas definidas y ritmos danzarines, de luces diáfanas y tonos cristalinos que convierten en poemas sus pinturas.

Su formación se produce en el taller de Fray Filipo Lippi primero, y después en el de Verrochio, taller en el que coincidirá con Leonardo que sólo es siete años más joven que él. La antítesis entre ambas personalidades explica también la diferencia entre la obra de Boticelli y la del periodo florentino de Leonardo, hasta el punto de que al primero podemos considerarlo el último de los grandes maestros del Quattrocento y al segundo, el primer gran genio del Cinquecento. De las tablas más conocidas de este autor hemos elegido la más plenamente neoplatónica.

En realidad se trata de un cuadro sobre el amor. Uno de los más hermosos cuadros sobre el amor, porque además se contempla desde la visión idealizada de lo que es el amor platónico. Para explicarlo recrea todo un complejo programa iconográfico. Así, en el centro de la composición aparece Venus, flanqueada a la derecha por Céfiro que persigue a la ninfa de la Tierra, Cloris, que en ese momento al ser tocada por él se transforma en Flora (Diosa de la vegetación y las flores). Sobre Venus, Cupido dirige sus flechas hacia las Tres Gracias, situadas a la izquierda, y más concretamente hacia una de ellas, Castitas, situada en el centro de las tres. A su vez a la izquierda, Castitas mira al Dios Mercurio, mensajero de los dioses y por ello también, nexo de unión entre la tierra y el cielo.

Se crea así, por medio de este amplio y complejo relato temático, un círculo neoplatónico del Amor: el Amor que surge en la Tierra como Pasión (la de Céfiro), regresa al Cielo como Contemplación (la de Castitas hacia Mercurio, que mira hacia lo alto meditabundo). Es decir, que el amor sensual y carnal, que no es el verdadero (de hecho desaparece al tocarlo, como ocurre con la metamorfosis de Cloris) debe convertirse para ser real en un amor contemplativo, espiritual, profundo, idealizado en fin y por tanto platónico.

El perfecto simbolismo temático reitera su mensaje a través de un estilo pictórico particular: el ambiente nostálgico y melancólico de este mundo neoplatónico e ideal se refuerza con la ausencia de perspectiva; con el protagonismo de la línea, que de nuevo marca los ritmos suaves y danzarines de las figuras, que flotan en un mundo que no es el nuestro; con un detallismo minucioso, que hace de esta tabla entre otras cosas un inventario de botánica; y con esos rostros delicados, casi de porcelana, tan bellos y tan característicos de Boticelli.

Pervive también la composición triangulada de perfecto equilibrio, la luz blanquecina y homogénea, y el color con predominio de tonos suaves.

Botticelli, La Virgen del Libro

Comentario similar a la obra anterior, aunque teniendo en cuenta que no es un tondo.

Botticelli, Madonna del Magnificat, 1485


Obra pictórica de forma redonda (tondo), en la que se muestra una imagen del Niño Jesús, la Virgen María , algunos ángeles y personas del mundo terrenal pintados al temple.

La pintura tiene la peculiaridad de tener forma redonda a la cual se adaptan perfectamente los personajes ya nombrados. Este círculo se cierra en su parte inferior por las manos casi enlazadas de la Virgen y el ángel y en su parte superior la corona de oro sostenida por dos ángeles marca un punto de unión.

Las formas presentan contornos bien definidos y se muestra un claro dominio del dibujo el cual configura imágenes con un cierto toque de lirismo.

En cuanto al color cabe destacar el perfecto contraste entre colores cálidos y fríos. Esta mezcla da como resultado la luz la cual también proviene del paisaje, el cual es uno de los puntos a tener en cuenta de esta obra ya que da sensación de perspectiva, crea sensación de espacialidad.

Esta obra tiene una clara composición: si bien en el centro no aparece nadie (sólo el paisaje) es destacable la figuras de Jesús y de María, quien está inclinada de forma que cubre a Jesús. La obra posee algo de simetría tal vez rota por la presencia de dos niños: aparece en ángel a la izquierda contrarrestada por la figura de otro a la derecha. La función de ambos es muy simple: sujetan la corona y potencian la forma circular de la obra. En posición semejante a la de María se encuentra una persona que realiza con dos niños lo mismo que María con Jesús. Es destacable la posición inclinada de algunas figuras. Mediante esta posición recuerdan a la ley de adaptación al marco del arte románico: las figuras tenían una posición que dependía de la forma del marco en que estaban insertas.

La obra tiene un gran dinamismo tal vez debido a la posición de las figuras. No tiene sentido volumétrico, pero sí linealidad. La presencia de grupos variados de personajes (ángeles−personas) evidencian la combinación entre el mundo terrenal y el celestial.

Los rostros de todos los personajes son similares, es decir, todos tienen caras alargadas que tienen como resultado una belleza peculiar. Los rostros, claramente idealizados, evidencian una gran ternura presente en el cuadro.

En definitiva se puede decir que Botticelli en esta obra consigue una armonía compositiva excepcional.

Esta obra titulada Virgen/Madonna del Magnificat pertenece al autor italiano Sandro Botticelli (1455−1510). Botticelli pertenece a una generación de pintores más avanzada lo que le diferencia de ello en varias cosas: como he señalado al principio su pintura fue de caballete y dominio del dibujo en su pintura que configura imágenes en movimiento y con un cierto toque de lirismo.

Esta obra es de carácter religioso presente también en su obra, Botticelli fue uno de los pintores que mejor realizó imágenes de la Virgen. Valgan como ejemplo ésta u otra Madona, la "Madona del Libro".

Hablando un poco de la situación histórica se puede señalar que esta obra se realizó poco antes del 1485, época de crisis religiosa del autor por la acción del monje Savonarola quien acabó con los Médicis.

En definitiva, se puede decir que esta obra representa algunas características importantes de la obra del autor y del propio autor, S. Botticelli.

Botticelli, Regreso de Judith a Betulia, 1470

Esta obra al temple y su pareja, El Descubrimiento del cuerpo de Holofernes, se cree que formarían un díptico sobre la historia de la heroína bíblica, Judith, que utiliza su propia belleza para salvar su ciudad de Betulia del asedio de los asirios. La bella y rica viuda se acerca al campamento enemigo, donde fingiendo querer colaborar con el enemigo habla con el comandante, Holofernes, que se enamora de ella y la invita a un banquete. Estando a solas, Holofernes borracho se queda dormido y Judit le corta la cabeza y regresa con ella a Betulia.

El tema fue retomado en el Quatrocento por simbolizar la libertad y la victoria sobre la tiranía. No obstante, en su tratamiento Botticelli elude el momento central de la historia (la decapitación de Holofernes por Judit), centrándose en lo que ocurre con posterioridad.

La heroina bíblica, representada tradicionalmente como cruel y viril, se ha transformado en una figura melancólica envuelta en ondulantes ropajes que subrayan el ritmo del personaje en movimiento (M. Bacci).

Otras obras de Mantegna: El Tránsito de la Virgen y San Sebastián



Mantegna, Cámara de los Esposos, Palacio Ducal de Mantua, 1474







La conocida "Cámara de los Esposos", de Andrea Mantegna, es , sobre todo, el retrato perfecto de una corte renacentista, no sólo porque en ella aparezcan todos los miembros de la familia Gonzaga, los protagonistas de la pintura, sino porque Mantegna supo plasmar los ideales que rigieron la vida de las pequeñas ciudades-estado del "Quattrocento" italiano, gobernadas por hombres hechos a sí mismos que habían ganado el poder mediante las armas.

La "Cámara de los Esposos", una de las estancias del Castillo de San Giorgio de Mantua (castillo residencial de los Gonzaga cuando se hicieron con el poder), empezó a conocerse con este nombre a mediados del siglo XVII.

Se desconoce qué función tuvo exactamente, pero, en su techo y en sus muros, Mantegna plasmó una verdadera galería de retratos (de perfil, de tres cuartos o de frente al espectador), en la que todos los personajes están perfectamente caracterizados: la familia de Ludovico Gonzaga, el hombre que convirtió al artista de Padua en el retratista oficial de su corte; los cortesanos; los servidores y todos los demás asiduos de la vida palaciega, el popio Mantegna incluído.

Destaca además el cuidado por la perspectiva, una de los grandes logros de este pintor, que ha creado aquí una perfecta arquitectura fingida.


Mantegna, Cristo muerto, 1480-90


Este temple sobre lienzo es un ejemplo perfecto de la importancia de la preocupación por la perspectiva en el Renacimiento, plasmada aquí en este atrevido escorzo.
Mantegna estuvo interesado por este problema desde joven. Vemos a la figura de Cristo ya muerto sobre una mesa funeraria en un escorzo sorprendente y escandaloso. La línea del horizonte está muy alta por efecto de la perspectiva de rana (el pintor se sitúa muy bajo). El cuerpo de Cristo está perfectamente proporcionado a pesar de lo apariencia que pueda dar la perspectiva. Se observa simultáneamente las llagas abiertas de los pies, el vientre hundido, las llagas de las manos y la cara de Cristo con los labios abiertos y la faz amoratada. El estilo de su pintura es duro, con una marcada línea del dibujo, con lo que se consigue un efecto casi escultórico. El sudario de Cristo, al que cubre parcialmente, es un magnífico estudio de los pliegues. Este carácter de frialdal de la muerte se acentúa con un escaso toque de color; la obra parece monocroma. A la izquierda de Cristo hay tres figuras, la primera podría ser San Juan, el discípulo amado, que está rezando, la Virgen, madre del crucificado, que está llorando, y al fondo, tal vez María Magdalena. A la derecha, al fondo de la cama funeraria, un vaso con ungüentos para el embalsamamiento, y una puerta, por la que se entrará a la tumba; son signos de una sepultura inmnente.
El conjunto de la obra ofrece un carácter de dramatismo impresionante, como podemos apreciar por ejemplo en los estigmas de Cristo, que se ven en primer plano, impactando al espectador. Sin embargo, no tienen sangre y son perfectamente elaborados, como si fuera un anatomista, y sobre todo, llaman la atención las manos, que tienen una postura de frente, para que se puedan apreciar.

Piero della Francesca, La Flagelación, 1450






La tabla que vamos a comentar se halla al parecer relacionada con un episodio que está basado en un hecho real. Representa la escena a Oddantonino de Montefeltro, Conde de Urbino, rodeado de dos consejeros, Manfredo de Pii da Cesena y Guido dell Angello, que habían sido enviados aviesamente por su rival político, Segismundo Malatesta para prender y asesinar al Conde, como así ocurrió en 1444.

Cuando el poder fue recuperado por su hermanastro Federico, a pesar de haber sido acusado del asesinato, quiso honrar la memoria de Oddantonino con esta tabla.

Por ello vemos en la obra dos escenas paralelas, la de primer plano que representa a los protagonistas del hecho en cuestión y la de segundo plano, en la que el tema evangélico de la flagelación de Cristo se toma de forma alegórica, pues se pretende con ello comparar la suerte de Oddantonino con la de Cristo, dos víctimas inocentes de sus verdugos, en este caso de unos flagelantes, que no son otros que los dos consejeros enviados por Malatesta.

No debe extrañar por ello el sentido poético con que está tratada la flagelación, enfatizando así su valor de alegoría.

Como es habitual en Piero Della Francesca (y en gran medida en el Quattrocento), la escena se encuadra en un ámbito arquitectónico clasicista, que sigue las nuevas directrices albertianas. Arquitectura que además consigue un perfecto estudio de perspectiva lineal, complementado con el pavimento del suelo, de una perfecta geometrización.

Una vez más la luz de Piero Della Francesca resulta fascinante. Y una vez más es ella la crea esa atmósfera particular que envuelve sus cuadros de una aire nítido y radiante que emana de las propias figuras. Ocurre así especialmente en todo el marco arquitectónico del segundo plano, que queda mucho más luminoso para compensar de esta forma el mayor detallismo del primer plano, que de otra forma hubiera dejado demasiado marginada la segunda escena.

Las figuras siguen su característico tratamiento volumétrico, firmes y robustas, casi envaradas como las de Ucello, lo que unido a la atmósfera lumínica antes comentada y a los encuadres arquitectónicos que el pintor suele recrear, más escénicos que reales, consigue un mundo ideal en sus cuadros, ajeno, extraño, casi abstracto, pero por ello mismo tremendamente cautivador y fascinante.


Piero della Francesca, Frescos de San Francisco de Arezzo, 1460



Piero della Francesca (1420-1492), fue un pintor toscano influido por la obra de Masaccio, del que hereda su interés por la perspectiva y el color, por los volúmenes de las figuras y por el orden y la claridad de las composiciones. Como muestra de la importancia que para él tenía la perspectiva, escribió un tratado sobre el tema De Prospettiva Pingendi.

En la obra de este artista destaca de manera muy especial el conjunto de frescos con los que decoró la capilla mayor de la iglesia de San Francisco, en Arezzo, un completo ciclo en el que nos narra la historia de la Vera Cruz, en la que murió Cristo.
Según una leyenda medieval, el árbol del que fue hecha dicha cruz fue plantado en la tumba de Adán y, más tarde el rey Salomón empleó su madera en una construcción hasta que, andando el tiempo, el leño acabó sirviendo para crucificar a Jesús. Después de ello, la memoria de la cruz se perdió, hasta que en el siglo IV Santa Elena, la madre del emperador Constantino, se dirige a Tierra Santa y allí encuentra la cruz, de manera milagrosa. Comienza con ello una nueva tradición, la de los "Lignum crucis", fragmentos de la Vera Cruz, a los que aún hoy se rinde culto en muchas iglesias.

Esta historia le sirve a Piero para desarrollar todo un ciclo de frescos con un programa iconográfico que arranca con la muerte de Adán, continúa con la Anunciación, sigue con escenas de la vida de Constantino y concluye con el hallazgo de la Cruz. Una bonita historia, narrada de manera portentosa, con sentido del ritmo y con delicadeza absoluta.

Fra Angelico, Fresco de la Coronación de la Virgen, Convento de San Marcos de Florencia, 1438-50


En el fresco que nos ocupa, organizado en dos planos, figura el momento en que Cristo procede a la coronación de su madre, María. Ambos se encuentran sentados y vestidos de blanco, aunque el ambiente resulta aún muy medieval. En la escena inferior se representa media docena de santos que contemplan extasiados y postrados de rodillas el mundo celestial que se abre sobre sus cabezas. De izquierda a derecha podemos ver a Santo Tomás de Aquino, San Benito de Nursia, Santo Domingo de Guzmán, San Francisco de Asís, San Pedro Mártir y San Marcos evangelista. La representación de todos ellos incurre también en caracteres propios de la pintura gótica, como son la posición semejante de las manos o los dorados nimbos de santidad que coronan a los personajes.

Fra Angelico, La Anunciación del Museo del Prado, 1426



Fra Angelico, también conocido como Beato Angelico, dedicó su obra exclusivamente a los temas religiosos pues entendía el arte como un aspecto de la devoción religiosa. Particularmente minucioso en los detalles y calidades de los objetos, naturaleza y personajes representados, Fra Angelico aúna en su estilo de la tradición tardogótica italiana con el nuevo lenguaje renacentista. Ejemplo de ello es la profundidad espacial de la arquitectura que, aunque sigue las recomendaciones de Brunelleschi de centrarse en un escenario cuadrado y sin adornos, denota algunos fallos propios de una obra temprana en la producción del artista.

Esta obra nos cuenta simultáneamente el episodio de la expulsión de Paraíso tras el Pecado Original y la Anunciación a María. Las figuras de la Virgen y el arcángel san Gabriel ocupan, el primer termino. En el centro de la fachada aparece un medallón con la efigie de Dios Padre en grisalla. La actitud de la Virgen al recibir la buena nueva es humilde y confiada. Las alas del arcángel se intercalan entre las columnas, proporcionando una necesaria referencia a los términos del espacio pictórico. El Espíritu Santo desciende de lo alto, traído por un haz luminoso.
La escena de la Expulsión de Adán y Eva introduce, en el lado izquierdo de la composición, una escenografía totalmente distinta, la expulsión de éstos del Paraíso es vigilada por un ángel.
En la predela de esta pala describió el artista las escenas del Nacimiento y desposorios de María, la Visitación, Epifanía, Presentación en el Templo y Tránsito de la Virgen. Su reducido tamaño impuso una ejecución miniaturista que revela la extraordinaria técnica del maestro.


sábado, 5 de marzo de 2011

Masaccio, Trinidad de Santa María Novella, Florencia,




Si hay una obra que marca de manera rotunda el definitivo triunfo de la perspectiva matemática en la pintura italiana del Quattrocento esa es sin duda alguna la que lleva por título completo el de "La Sagrada Trinidad con la Virgen María, San Juan Evangelista y dos donantes", realizada por Masaccio quizás entre los años 1426 y 1428, año precisamente de la inesperada muerte del joven artista.

Nos hallamos ante un fresco de colosales dimensiones (más de 6,5 metros de altura por más de 3 de anchura) conservado en la iglesia de Santa María Novella, de Florencia. La pintura estuvo mucho tiempo oculta, desde que Vasari realizara unas reformas en el templo a mediados del siglo XVI. Llama la atención que fuese el propio Vasari quien tapase esta joya, teniendo, como tenía, una alta valoración de la obra de Masaccio. ¡Misterios del arte! Bien, pues trescientos años después de su ocultación la pintura fue recuperada para que ahora podamos disfrutarla en todo su esplendor, máxime después de la última restauración efectuada en el conjunto.

Pero, ¿qué hace a la Trinidad tan especial? Innumerables detalles. De una parte, la composición en dos escenas diferentes: en la parte inferior encontramos un altar que hace las veces de sepulcro enmarcado por columnas, sobre el que figura un esqueleto. Obviamente, no nos mira, pero nos lanza un mensaje que podemos leer en el fondo, escrito en letras capitales:

"Yo fui antes los que vosotros sois y lo que yo soy ahora vosotros lo seréis".

Por encima de esta contundente advertencia sobre la fugacidad de la vida encontramos la segunda escena, flanqueada por los donantes de la obra. Aquí la capacidad de Masaccio para representar el volumen y la profundidad nos permite apreciar a esos donantes arrodillados, dispuestos a ambos lados de la escena principal y que parecen asistir a ella desde otro plano, como si estuviesen fuera de la representación. Y ésta consiste en una Trinidad en la que Masaccio nos muestra al Padre sosteniendo con firmeza la cruz en la que yace el Hijo muerto, mientras el Espíritu Santo, como paloma, se sitúa entre las cabezas de ambos, hasta tal punto que el observador poco atento podría confundirlo con un cuello blanco que tuvieran los ropajes de Dios. Por lo demás, al pie de la cruz hallamos a María y San Juan, que la acompaña en su dolor, escena típica del Calvario.


Reparemos ahora en el espacio construído. Masaccio nos ha situado ante una arquitectura clasicista en la que dos enormes pilastras de orden corintio enmarcan un arco de medio punto sostenido por columnas jónicas. Tras el arco se inicia una bóveda de medio cañón decorada con casetones que alcanza hasta el otro arco que al fondo cierra la composición. Aquí encontramos una novedad absoluta, la construcción que nos presenta el pintor y la composición toda se hallan sometidas a las leyes de la perspectiva geométrica por primera vez en la historia de la pintura, hasta tal punto que el espacio pintado deviene real y el espectador cree encontrarse ante un enorme hueco abierto en la pared de la iglesia. Al parecer manejó aquí Masaccio las enseñanzas que, al respecto, había recibido de Brunelleschi, a quien conoció en la ciudad de Florencia.

Contribuye a consolidar este efecto el hecho de que los personajes estén mostrados a tamaño real, así como la disposición triangular que presentan y la línea ascendente que los conecta, pasando por el madero de la cruz y llegando hasta la cabeza de Dios Padre. Sin embargo, la alinación de los capiteles del conjunto compone otro triángulo, con el vértice a los pies de la cruz y sobre el centro del esqueleto.

Pero no acaban aquí los esfuerzos de Masaccio por dar veracidad a su Trinidad. Toda la escena está enmarcada en tres grandes cuadrados que organizan el sistema de proporciones, mientras que se genera un punto de vista que parte precisamente de los ojos del espectador y que justamente lleva la mirada hasta el centro del mensaje religioso que la obra quiere transmitir: la importancia trascendental de la Trinidad en el pensamiento cristiano y en la propia concepción de la salvación de la especie humana.

En definitiva, Masaccio nos ha legado en esta obra muchos planteamientos novedosos, que se incorporarán al conjunto de cánones renacentistas aplicados a la pintura. La Trinidad es, por tanto, toda una lección del arte de pintar y de las fórmulas de la perspectiva matemática de la mano de un joven que se disponía a morir sin haber cumplido aún los veintisiete años.


Masaccio, Crucifixión o Calvario, temple sobre tabla, parte de un retablo para la iglesia del Carmine, Pisa, 1426

Masaccio a pintar en 1426 un retablo para una capilla en la iglesia del Carmine, en Pisa.

Vasari ofreció una descripción detallada de la obra, formando la base para su recuperación, identificación e intento de reconstrucción de la obra, que se había desmantelado y dispersado, posiblemente a causa de una remodelación de la iglesia en el siglo XVI. Sólo se han identificado once piezas y no bastan para ofrecer una reconstrucción fiable del trabajo en su conjunto. La Crucifixión sería uno de los once paneles relacionados con el Políptico de Pisa.

Según Vasari, esta Crucifixión estaría en la parte superior central del retablo, como coronamiento, por encima de la Virgen en trono.

Representa la escena de la crucifixión de Jesús, tal y como es referida en el Evangelio de San Juan, con la Virgen a la derecha de Cristo y San Juan a su izquierda. La figura suplicante a los pies de la Cruz representa a María Magdalena, y varios autores creen que fue añadida posteriormente. Presenta todavía rasgos arcaicos, relacionados con el gótico internacional, como el fondo de oro.

Como la tabla estaba destinada a ocupar un lugar muy elevado como remate central del retablo, la figura de Cristo fue pintada de forma que se corrigiesen las alteraciones ópticas que se producirían al quedar la obra tan alta en relación con el espectador.

Lo más importante es comprobar como Masaccio se esfuerza en construir figuras con emociones humanas, preocupándose menos por los detalles accesorios, individualizando así a cada personaje. Como siempre, usa la luz para valorar y dar volumen a la anatomía, y sobre todo, la modernidad se nota en el interés por la perspectiva científica, que le lleva a ensayar audaces escorzos, por ejemplo en la figura de Cristo, cuyo cuello queda oculto (por del punto de vista adoptado) con el relieve del pecho.

Masaccio, El Tributo de la moneda, Fresco de la capilla Brancacci de la Iglesia del Carmen, Florencia, 1424-27





Tommaso di ser Giovanni di Mone Cassai (San Giovanni Valdarno 1401‑Roma 1428). Apodado Masaccio (el "tosco", el pesado) fue uno de los más grandes y el primero para muchos, de los maestros pintores del Quattrocento italiano.

Los textos lo mencionan por primera vez como pintor en 1422, año en que ingresó en el Gremio de Florencia, pero a pesar de esa fecha temprana puede decirse que con Masaccio comienza un nuevo estilo pictórico, igualmente revolucionario como lo habían sido las aportaciones de Brunelleschi o Donatello en arquitectura y escultura, si bien éstos eran mucho mayores que él, lo que permite hablar de un auténtico genio, que a los 25 años ya había madurado su propio estilo y que a pesar de una vida tan breve puede considerársele uno de los fundadores de la pintura moderna.

Su estilo está dominado por el realismo y la sobriedad, por la solidez formal y sus efectos de luz. Se le emparenta en cierto modo con Giotto, si bien en Masaccio no falta el aporte intelectual y humanista de los grandes pioneros del Quattrocento.

Entre 1425 y su temprana muerte a los 28 años realiza dos de sus obras más conocidas y representativas: El fresco de La Trinidad para la Iglesia de Sta. María Novella en Florencia; y los frescos de la Capilla Brancacci en la Iglesia de Sta. María del Carmine de Florencia.

De esta última destaca especialmente la obra que hoy comentamos: la pintura narra el episodio evangélico en el que Cristo, dogmatiza que "hay que dar al César lo que es del César", y por ello manda a Pedro que cumpla con esta obligación, primero recogiendo el óbolo que hay que pagar de la boca de un pez (de ahí el milagro) y después pagándole al recaudador.

La escena por tanto tiene tres momentos bien diferenciados y los tres se representan en el fresco:

a) En primer término, el momento en que el recaudador pide el impuesto y Cristo imperativamente manda a Pedro a cumplir con esta obligación.

b) el segundo, a la izquierda, cuando Pedro recoge el óbolo del pez muerto, hecho que en sí constituye el milagro de este episodio evangélico, pero que aquí se trata de modo bastante marginal.

c) El tercero, a la derecha, cuando Pedro accede a pagar al recaudador.

Las tres escenas no obstante, no siguen un orden cronológico, porque como se ha descrito, el primer hecho se halla en el centro, el segundo a la izquierda y el tercero a la derecha.

La razón de esta aparente contradicción introduce ya un lenguaje nuevo en el campo de la pintura: no se trata de exaltar el milagro en sí, como hubiera sido normal en el arte medieval, sino sobre todo de destacar una actitud, una postura ética, en este caso la de Cristo, que manda pagar el impuesto y cumplir así con las obligaciones cívicas de una manera ejemplarizante.

No hay por tanto sucesión cronológica, porque las tres escenas están en realidad hilvanadas por un mismo significado moral, si bien se conserva aún la tradición medieval de representar al unísono los distintos episodios de un mismo hecho.

Desde el punto de vista artístico, también la obra resulta revolucionaria: destaca en primer lugar el grupo central, que adquiere una apariencia de masa compacta, de bloque. Ello recalca a su vez el sentido de solidaridad y de unidad de los apóstoles con su maestro. ¿Pero cómo se adquiere esa sensación de núcleo cerrado?: en primer lugar a través del modelado de los volúmenes, que Massacio resuelve de modo similar a Giotto, es decir, prescindiendo de lo secundario o anecdótico y con un tratamiento de las figuras monumental, pesado y con matices "escultóricos".

Además la luz incide con toda rotundidad en Cristo y el grupo, con lo que se reafirma su protagonismo; sin olvidar la importancia adquirida de nuevo por la interrelación psicológica de los personajes, que relaciona a todos ellos entre sí y al grupo con el gesto autoritario de Cristo.

Por si esto fuera poco se recurre a una solución también medieval, pero que adquiere ahora nuevas intenciones: el grupo muestra una evidente isocefalia, si bien los pies están a distinto nivel. En realidad lo que ha hecho Massacio es bajar la línea de horizonte, con lo que la perspectiva lineal utilizada obliga a alterar el plano bajo. Con ello se consigue insistir en la idea de unidad y de grupo unificado.

Por ello mismo tampoco existe desconexión entre las escenas representadas. Al contrario, la escena de la derecha se coordina perfectamente con la principal, gracias al efecto de perspectiva logrado por las arquitecturas que enmarcan la escena. Una arquitectura "brunelleschiana" sirve de marco a Pedro pagando al recaudador, y sirve no sólo para introducir profundidad, sino para concordar esta escena con el grupo principal gracias a las líneas que en diagonal nos llevan de uno a otro. De la misma manera que los brazos de Cristo y de Pedro, en el grupo principal, nos dirigen visualmente de modo directo hacia la escena del milagro propiamente dicho, es decir el tercer hecho, situado a la izquierda de la composición.

El paisaje del fondo, que también nos recuerda a Giotto, prácticamente desierto, insiste en la propuesta más característica de su autor, la rotundidad de sus imágenes y su plena volumetría, llena de fuerza expresiva y vigor.

Es ésta ya una pintura humana y no divina. Lo prueba la importancia dada al gesto ético de Cristo, subrayado en el grupo principal, y no al milagro en sí, representado de forma circunstancial. Y lo prueba también la variedad de gestos y actitudes de los apóstoles, más humanos así ante el hecho moral y menos idealizados ante el milagro divino.

La interpretación de la obra Se ha relacionado con los nuevos intereses marítimos de Florencia (no hay que olvidar que el comitente de la obra, Felice Brancacci, había sido cónsul del mar): la idea que se sugiere, entonces, es la del mar como fuente de ingresos para la República, pero G. C. Argan sugiere otra interpretación del tema: «Masaccio es demasiado culto y demasiado humanista como para no entender el significado profundo del tema: sólo a Pedro, como jefe de la Iglesia, corresponderá tratar con el mundo, con los poderes terrenales».

La capilla Brancacci no sólo tiene esta escena. Para que nos demos cuenta del magistral tratamiento de las emociones humanas que tiene Masaccio, podemos ver la Expulsión de Adán y Eva del Paraíso, plasmación perfecta del sentimiento de verguenza, de un patetismo extremo.