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domingo, 17 de octubre de 2010

Máscara de Tutankamón (1337 a. C.)




"Cuando nuestra luz cayó sobre el noble monumento de cuarcita, aparecieron ante nuestros ojos los detalles de aquella solemne llamada a los dioses y a los hombres y nos pareció intuir que, en el caso del joven rey, se había dignificado hasta la muerte (...) Una vez estuvo todo preparado para levantar la tapa, di la señal para que se iniciase aquella delicada operación. En medio de un intenso silencio, la enorme losa que estaba partida en dos y pesaba más de una tonelada y cuarto, fue separada de su lecho. La luz brilló en el interior del sarcófago. Nuestros ojos vieron algo que al principio nos confundió dejándonos decepcionados. El interior estaba repleto de finas vendas de hilo. Mientras manteníamos la tapa suspendida en el aire, desenrollamos aquellas vendas, una por una, y, cuando terminamos con la última, un rumor de admiración se escapó de nuestros labios. La escena que contemplaban nuestros ojos era impresionante: Una efigie de oro del joven rey, maravillosamente realizada, ocupaba el interior del sarcófago. Era la cubierta de un maravilloso ataúd antropoide..."

CARTER,H : The tomb of Tut-ankh-Amen. Vol II (1927).

El descubrimiento de la tumba de Tutankhamón es probablemente uno de los fenómenos más espectaculares del S. XX, sobre todo porque se trataba de una tumba sin saquear y que por tanto conservaba perfectamente todo su tesoro artístico y material. La noticia tuvo una repercusión extraordinaria, pero la tuvo también la posterior desaparición de muchas personas que directa o indirectamente habían participado en el descubrimiento, dando pie a la leyenda de la “maldición de los faraones”, que se vengarían de esta manera de la profanación de sus tumbas. Sí es cierto que, todavía en pleno proceso de excavación, el primer afectado fue Lord Carnavon, a la sazón mecenas de la expedición, que picado por un mosquito e infectada la picadura por la herida que se hizo sobre ella al afeitarse, se complicó su estado con una neumonía y septicemia, que acabó con su vida cuando todavía no habían descubierto todos los secretos de la tumba. A partir de la muerte de Lord Carnarvon, comienza la leyenda de la venganza del Faraón por haber alterado su tranquilidad al profanar su tumba. Más aún, considerando que algunas voces hablaban de una inscripción egipcia que decía "La muerte golpeará con su bieldo a aquel que turbe el reposo del Faraón". Inscripción de la que nunca se supo nada cierto. Tampoco era del todo extraño este tipo de leyendas porque fueron numerosas las inscripciones similares halladas en las tumbas egipcias, que en realidad lo que pretendían era espantar a los saqueadores. El caso es que a partir de ese momento se sucedieron una serie de fallecimientos en cadena de personas ligadas al descubrimiento que dieron pábulo a la leyenda. Hasta un total de 26 se produjeron en apenas unos años a partir del descubrimiento efectuado en 1922

Pero realmente tampoco hubo nada extraordinario en aquellos fallecimientos a excepción de su coincidencia. En todo caso, el químico inglés Dr. A. Lucas sí que detectó en la tumba gérmenes producidos por el moho acumulado después de tres mil años de hallarse cerrada. Pero fuera o no fuera esa la causa de algunas de las muertes, tampoco afectó a todos los que intervinieron, ni a los fellahs egipcios que ayudaron en los procesos de excavación, ni al mismo descubridor de la tumba, Howard Carter, que no falleció hasta muchos años después del descubrimiento. Él mismo, cuando volvían a plantearle la cuestión de la maldición de los faraones, decía: "Todo espíritu de comprensión inteligente se halla ausente de esas estúpidas ideas".

En si misma, y comparada con otras del Valle de los Reyes, la tumba de Tutankamon (faraón de la XVIII Dinastía, siglo XIV a de C. que murió en extrañas circunstancias antes de cumplir los veinte años) es bastante insignificante, pero su importancia radica en haber sido la primera hallada intacta: consta de una escalera descendente que conduce a un pasillo en rampa al final del cual se disponen cuatro estancias: la antecámara, la propia cámara funeraria, la cámara del tesoro y un anexo. En total, unos 110 metros cuadrados (algo así como la suferficie de un piso medio de la actualidad) y que sólo presenta decoración pictórica en una de las salas, en la que estaba depositado el cadáver del faraón. Casi nada, en realidad, comparado con las grandes dimensiones de otras tumbas reales cercanas. Nada, si pensamos en las colosales pirámides, tumbas al fin y al cabo. Pero sin embargo ésta de Tutankamon ha sido la única tumba real egipcia cuyo ajuar nos ha llegado prácticamente completo, ofreciéndonos un amplísimo muestrario de lo que eran el arte y la artesanía del Egipto antiguo. Desde esculturas hasta carros, desde muebles hasta vasijas; joyas, objetos de uso cotidiano, esculturas, tejidos, armas, capillas funerarias, etc, sin que nos olvidemos de los sarcófagos empleados para el enterramiento del faraón y, claro está, de su propia momia. Todo además con el fulgor del oro abundante. Más de 110 kilos de este metal pesaba el último de los cuatro sarcófagos, adornado también con abundantes piedras semipreciosas.

Cámara de las ofrendas de la tumba de Nefertari, Valle de las Reinas, Tebas, (1265 a C.)

Es bien sabido que los faraones egipcios solían tener varias esposas y Ramsés II no fue una excepción a la regla. Sin embargo, la relación tan especial que el rey mantuvo con Nefertari, explica que en su tumba figuren algunas de las expresiones arriba transcritas, normalmente reservadas a la persona del propio faraón. Por si no fuese suficiente, el pequeño speos de Abu Simbel confirma esa predilección de Ramsés por la más amada de sus esposas.
Por otra parte, esa situación privilegiada de Nefertari explica también que su hipogeo fuese el de mayor tamaño de los localizados en el Valle de las Reinas: más de 27 metros de longitud total, con una sala del sarcófago de más de 80 metros cuadrados (que figura en el plano como "sala de los pilares"), a una altura nueve metros inferior que la de la puerta del entrada. Además la tumba se revistió con un completo repertorio de pinturas, para colmo de fortuna en un excelente estado de conservación. Lástima que el equipo italiano que localizó el hipogeo a comienzos del siglo pasado lo hallase prácticamente saqueado por completo, de forma que sólo podemos imaginar las colosales riquezas que debió alojar.
El techo de la tumba, como suele ocurrir en otras muchas, nos muestra una representación del firmamento, cuajado de estrellas. Por su parte, las paredes se reservan para la decoración figurada, que se encuentra basada en diversos capítulos del Libro de los Muertos, con las distintas escenas acompañadas de los correspondientes textos. De este modo, podemos ver a la reina practicando algunas actividades cotidianas y cómo pasa luego, vestida con túnica blanca, al mundo de los dioses: Osiris y Anubis son los encargados de recibirla. Más adelante otras diosas, Isis entre ellas, se ocupan de la reina quien, tras realizar el viaje prescriptivo en la barca que recorre el mundo subterráneo, acaba presentándose ante los grandes dioses Ra, Amón y (de nuevo) Osiris, que la acogen definitivamente.
Quien quiera que fuera el pintor que decoró estas estancias funerarias puso en ello un empeño especial. Se ocupó de aplicar colores cálidos y de resaltar la belleza de la difunta, cuyos rasgos parecen presentarnos todavía a una mujer llena de vida. Además, el relleno de estuco de las paredes permitió crear verdaderos bajorrelieves sobre los que trabajó el artista. Probablemente se tratase de un solo pintor, tal es la unidad de estilo que nos presenta todo el conjunto.

En la última sala, un texto cierra el ciclo: "Nefertari Mery-en- Mut, justificada ante el Gran Dios, señor de Occidente". La reina se disponía a instalarse en la vida eterna. El faraón se había encargado de ello.

Nebamón y su familia en una cacería de patos, de la tumba Nº 146 de Tebas (1470- 1439 a C.)

Mientras en Europa occidental y, desde luego, también en la Península Ibérica los grupos humanos vivían todavía en la Prehistoria, dentro de alguna de las fases de la Edad de los Metales, en torno al valle del río Nilo, en Egipto, va a iniciar su desarrollo una cultura histórica de gran originalidad y personalidad y que además, empleará ya la escritura como nueva forma de comunicación.

Hacia el año 3000 a.C. encontramos que en esta sociedad, volcada a la agricultura, aparecen formas de autoridad que aseguran la necesaria organización de las comunidades para atender las exigencias derivadas de una actividad agrícola condicionada por las crecidas del río Nilo. Estamos hablando, por tanto, de una sociedad estratificada, cuya cúspide está ocupada por el faraón, supremo gobernante del país, hijo de los dioses, cuando no dios él mismo. Junto al faraón aparecen los sacerdotes, los jefes guerreros y el personal administrativo, que domina la escritura.

Es en este contexto económico y social en el que debemos encuadrar las manifestaciones del arte egipcio: un arte asociado a los grupos poderosos y, sobre todo, a la religiosidad.

En este caso, vemos a Nebamón, noble tebano, representado cazando aves en un pantano, acompañado de su esposa e hija; se aprecia la variación de tamaños según la jerarquía del personaje y la variación del color según su sexo. Además el preciosismo en el detalle del plumaje de las aves, la vegetación y las vestimentas y adornos, características que el estilo de representación egipcio adquirió en tiempos del Imperio Nuevo.

Por lo demás, comentar con las características generales de la pintura egipcia.

Friso de las Ocas de Meidum, 2500 aC aproximadamente

 

En la mastaba de Nefermaat y Afer, de la IV dinastía (2613-2498 a. C.) en Meidum, se encontró este friso pintado sobre estuco (fresco) de 27 cm de alto y 172 cm de largo.

La enorme mastaba de Nefermaat y de su esposa Atet fue localizada en la zona arqueológica de Meidum por A. Mariette en 1871, siendo posteriormente estudiada con mayor profundidad por el arqueólogo W. F. Petrie. Con el tiempo los elementos iconográficos que quedaban in situ fueron arrancados y trasladados al Museo Egipcio de El Cairo y a otros museos del mundo

Como hijo del faraón Snefru, visir y persona de grandes recursos, Nefermaat debió tener a su disposición los artistas más destacados de la época. Se trataba, además, de unos artistas que no dudaron en recurrir a lo experimental y más novedoso para ornamentar la tumba del príncipe. Así, es característica de la mastaba de Nefermaat en Meidum una técnica que no gozó de continuidad en la ornamentación parietal y que consiste en rellenar con masas de pigmento el interior del soporte pétreo trabajado a modo de celdilla. Por su parte, la esposa de Nefermaat también disfrutó del trabajo de creadores de una gran maestría y capaces de desplegar una notable creatividad. Pinturas como las Ocas de Meidum lo corroboran con creces.
Las ocas de la capilla de Atet fueron realizadas siguiendo la técnica pictórica egipcia más convencional. El fondo tiene un tono azulado y la disposición de la aves se despliega entre líneas oscuras que delimitan los registros. En este espacio los grandes protagonistas son seis ocas, organizadas en dos grupos y en una disposición de carácter simétrico.
Las aves de los extremos dirigen el cuello hacia el suelo y con el pico ligeramente abierto parecen buscar algo que picar. Las otras aves se muestran perfectamente erguidas, mirando en direcciones opuestas y en idéntica actitud. Llama la atención el cuidado con el que han sido representadas, lo que permite la identificación concreta de su especie y, a la vez, otorga una gran belleza plástica. Especialmente remarcable es el plumaje, que ha sido tratado con todo lujo de detalles. La forma y texturas de las plumas, más o menos alargadas, algo más irregulares en algunos puntos o bien plasmadas casi a modo de escamas, se realizaron fundamentalmente utilizado pincelas formando tramas, que permiten contrastar distintos tonos de un mismo color o gama.
La figura de las aves se alterna con la presencia de diversas plantitas, de formas distintas, realizadas con pinceladas libres (de gran similitud con los trazos que dieron fama a los artistas del Impresionismo, aunque sorprendan sus 4600 años de antigüedad). Algunas de estas pequeñas matas se muestran delicadamente floridas, efecto subrayado con la técnica de aplicar un delicado punteado rojizo. Hay que tener en cuenta la disposición no completamente simétrica de las plantas y que la primera que aparece a la derecha, en una colocación incoherente en relación con la disposición de las ocas, debe su posición al hecho de formar parte de una imagen situada más a la derecha, en la se representó la iconografía de una red para atrapar aves. De los personajes que tiran de la cuerda de la red y de los situados en el registro que quedaba por debajo, quedan leves indicios en el fragmentos pictórico que integra a las Ocas de Meidum, siendo visible en el límite superior diversos fragmentos de representaciones de unos pies (por encima de la línea oscura del registro), y en la parte de baja del fragmento puede observarse la imagen parcial al menos de una mano (por debajo de la línea de registro).
Las Ocas de Meidum se situaron encima de un registro que alude a la abundancia alimenticia y agrícola; y, a la vez, las ocas delimitan una escena en la que se plasma la captura de aves. Dicha captura, conseguida mediante una red de aspecto hexagonal, es una temática que se repite en otros fragmentos conocidos de la mastaba de Nefermaat , por lo que quizá pudo estar relacionada con alguna predilección personal de los propietarios de la mastaba. En cualquier caso, la caza (y también la pesca), están muy presentes en la imaginería egipcia de todos los tiempos, posiblemente por sus ricas implicaciones metafóricas.
La pintura de las Ocas de Meidum parecen captar un momento de tranquilidad campestre vivido por unas aves bien alimentadas y con el buche lleno, antes de ser capturadas por la red. Se las muestra despreocupadas y ajenas a lo que se les avecina, sin ni tan siquiera aletear. Lejos de ser seres mostrados como el salvaje caos, o como una bandada ruidosa, o como un desordenado grupo de animales espantados; a las ocas se las representa sosegadas, casi en formación y como con cierta parsimonia (como efectivamente se mueven a menudo estas aves cuando caminan por el suelo). No se trata de aves que vuelen o reaccionen a la amenaza de la red, sencillamente están ahí y luego son cazadas. La iconografía, por tanto, parece recrear una situación ideal de caza rápida y fácil.
Las Ocas de Meidum son una de las creaciones artísticas más conocidas entre las múltiples obras conservadas en el Museo Egipcio de El Cairo. Más allá de su integración en un contexto temático más amplio, lo cierto es que esta imagen constituye una de las más elevadas y sofisticadas creaciones pictóricas realizadas por los artistas del antiguo Egipto. Las sutilezas en su composición, la calidad de sus detalles, el equilibrio de su policromía y la verosimilitud, son aspectos que las transforman en algo que no tendrá parangón en la pintura que conocemos del Imperio Antiguo y que parece poner las bases de lo vendrá después. Aunque se trata de una obra generada en el remoto marco cronológico de principios de la Dinastía IV, los recursos utilizados en las Ocas de Meidum no nos hablan sin embargo de tanteo o de experimentación, sino que parece tratarse de una creación precisa y madura, perfectamente formulada y genialmente elaborada.



Colosos de Memnón, frente a Luxor, XVIII Dinastía, siglo XIV a de C.



Los Colosos de Memnón son dos gigantescas estatuas de piedra que representan al faraón Amenofis III, de la XVIII Dinastía (siglo XIV a de C.), situadas en la ribera occidental del Nilo, frente a la ciudad de Luxor.
Las dos estatuas gemelas muestran a Amenofis III en posición sedente; sus manos reposan en las rodillas y su mirada se dirige hacia el Este, en dirección al río Nilo y al Sol naciente. Dos figuras de menor tamaño, situadas junto al trono, representan a su esposa Tiy y a su madre Mutemuia y los paneles laterales muestran una alegoría en bajorelieve del dios de la inundación anual, Hapy. Tienen todas las características esenciales de la estatuaria egipcia oficial (se explican).
Las estatuas están esculpidas en grandes bloques de cuarcita, que incluyendo las bases de piedra sobre las que se sustentan, las estatuas tienen una altura total de dieciocho metros.
La función original de los colosos fue la de presidir la primera entrada de los tres pilonos existentes en el complejo funerario de Amenofis III. Existen otros cuatro colosos caidos que flanquean otros dos pilonos desaparecidos que una misión internacional intenta recuperar. Un arqueólogo español ha conseguido dirigir la restauración y reconstrucción del tercer coloso, de unas trescientas toneladas de peso . El templo es un inmenso centro de culto, construido en vida del faraón, en el que se le adoraba como al dios en la tierra. En esos días, el complejo del templo era el mayor y más espectacular de todo Egipto. Ocupaba un total de 35 hectáreas. Incluso el templo de Karnak era menor que el conjunto funerario de Amenofis. Hoy en día, sin embargo, quedan pocos vestigios del templo.
El historiador y geógrafo griego Estrabón explica que un terremoto, en el año 27 s. C dañó a los colosos. Desde entonces se decía que las estatuas "cantaban" cada mañana al amanecer, concretamente, la estatua situada más al sur. La explicación es que el cambio de temperatura, al comienzo del día, provocaba la evaporación del agua, que al salir por las fisuras del coloso producía el peculiar sonido. El emperador romano Septimio Severo lo restauró y ya no se produce este fenómeno.
El nombre "Colosos de Memnón" proviene del periodo helenístico. Los colosos fueron bautizados por los primeros viajeros griegos con tal nombre porque la pronunciación de «Phamenoth» (Amenofis), que escuchaban a los lugareños, les recordaba a la de Memnón, un héroe griego de la guerra de Troya.


Para ampliar información teórica sobre la escultura egipcia y su evolución, podeis visitar:

http://www.homines.com/arte/escultura_egipcia/index.htm

Busto de Nefertiti, siglo XIV a. de C.




El busto de Nefertiti es otra obra de arte egipcio, concretamente, pertenece al Imperio Nuevo y a un momento muy particular de la Historia de Egipto, cuando se produce la revolución de Tell Amarna protagonizada por Amenofis IV, Akhenaton, esposo de Nefertiti. Es importante este detalle porque es en esa fase del Antiguo Egipto cuando su arte, muy conservador a lo largo de toda su larga historia y muy poco proclive a los cambios de estilo, varía ahora su habitual forma de trabajo y su estética, buscando en general un mayor realismo y un alejamiento de las formas simbólicas que hasta entonces había sido lo habitual.

El busto se encontró en 1912 ligeramente deteriorado (de ahí la falta de la incrustación del ojo izquierdo y la oreja descascarillada) y desde el principio se hizo muy popular, porque además coincidía con el modelo de belleza de las jóvenes de principios de siglo.

La pieza de apenas medio metro de alto y realizada en yeso y caliza policromadas destaca por su talla delicada y su composición simétrica. Los colores son suaves, perfectamente armonizados y concretamente en el tratamiento de la piel el realismo es máximo y el tono cálido y sensual.

La expresión de esta Nefertiti se halla a mitad de camino entre el tradicional hieratismo de la estatuaria egipcia y el realismo gestual que se intentó introducir en la época de Akhenaton. El resultado es un rostro de facciones perfectas y detalles delicados, que dulcifica su seriedad a través de su mirada sosegada y una sonrisa apenas bosquejada.

En distintos momentos de la Historia del arte se ha asociado el concepto de belleza con el de perfección. En el caso que nos ocupa ese sería el primer ingrediente para considerar que esta pieza merece estar en nuestras vitrinas del Museo de la Belleza. Es perfecta.

Es perfecto su estudio de proporcionalidad porque las medidas del rostro, de la tiara ceremonial y del pectoral ornado de abalorios dividen en tres partes perfectamente simétricas el conjunto de la pieza.

Es perfecta su composición equilibrada: la escultura de Nefertiti se ensancha en la parte superior con la forma trapezoidal de la tiara, se estrecha en la parte del rostro y vuelve a ensancharse en la base de la pieza, coincidiendo con la mayor amplitud de los hombros. Esta disposición contribuye a destacar la parte esencial de la escultura que no es otra que el rostro. A ello hay que añadir la forma arqueada de la imagen, que adelanta la cara de Nefertiti hacia el espectador.

Es perfecto especialmente el tratamiento del color, de tonos suaves y en armonía, prevaleciendo el azul turquesa perfectamente orquestado con el ocre de la piel.

Y sobre todo es perfecto el rostro: perfecto en el tratamiento de las facciones y la ejecución de todos los detalles, las cejas simétricas y marcadas a través de dos líneas sutiles que abren la mirada, los ojos remarcados por el kohl que sabemos que utilizaban las egipcias, la nariz precisa y los labios carnosos y sensuales. Y todo ello a través de una talla perfectamente pulida que nos hace imaginar su cutis fino y delicado.

Pero belleza es también la capacidad de crear un estado de ánimo en el observador. Y en este caso Nefertiti nos transmite toda la serenidad y la placidez de su hermosura. Y por ello, mirarla nos serena y nos seduce. Nefertiti en este busto es perfecta y es serena. Por eso es pura belleza.

Para ampliar información y como curosidad, visitad este enlace:
http://arquehistoria.com/historias/el-busto-de-nefertiti-una-escultura-con-dos-rostros

Esculturas y relieves de Akenatón, hacia 1340 a de C.




Tanto la pintura como la escultura o el relieve, adquieren en el Antiguo Egipto una considerable importancia, tanto por ser un elemento complementario de la arquitectura monumental, como por su propio valor propagandístico, lo mismo en lo referente al ámbito religioso como al poder político. Por ello, las artes plásticas tienen en el arte egipcio un mecenago principalmente oficial, que es el que explica la mayoría de las obras realizadas, dedicadas bien a prodigar e insistir en el carácter eterno de sus faraones, o a recordar el poder de sus numerosos dioses.

No obstante, no deja de ser curioso en un arte tan rígido en casi todos los aspectos como es el egipcio, que junto a este arte oficial existan también numerosas obras que reproducen el Egipto cotidiano, el de los seres sencillos que realizan sus trabajos mundanos. Suelen ser pequeñas obras en contraposición a las oficiales, siempre mucho mayores, y que desarrollan unos valores de expresividad y movimiento, de espontaneidad y frescura, que contrasta con las formas estereotipadas y rígidas del resto del arte egicpio.

Ésta sería otra de las características de las artes plásticas egipcias, la dependencia de unas formulaciones artísticas basadas en estereotipos y convencionalismos inflexibles, que además se mantuvieron prácticamente inalterables a lo largo de la dilatada historia del Antiguo Egipto. Tal vez la propia rigidez de la estructura política y social de aquella civilización, igualmente inalterable a lo largo de milenios, explique también la continuidad formal del arte egipcio a lo largo del tiempo, pero también su aislamiento geográfico y político, que dificultó la entrada de influencias foráneas que pudieran variar ese carácter inalterable de su creatividad.

Especialmente la estatuaria oficial mantiene inalterable unas convenciones reiterativas: rigidez y hieratismo, frontalidad, actitudes tipológicas características, como el adelanto de una pierna respecto al resto del cuerpo que mantiene una estructura cúbica, estructura en la que se inscriben los brazos, pegados rígidamente al cuerpo como una continuación del bloque de piedra. El deseo de perdurabilidad que consagraban estas piezas oficiales explica también la utilización de materiales muy duros, lo que obligaba a labras simplemente delineadas sin ahondar en la masa cúbica.

Por el contrario los relieves y esculturas de tipo más popular admiten mucha más libertad creativa al no estar sometidas al dictado del poder. En estos casos, las posturas se agilizan, las composiciones se dinamizan, y al utilizarse materiales más blandos como el yeso o la madera se puede trabajar mucho más el detalle, se pueden multiplicar los puntos de vista de la pieza, y puede asimismo útilzarse el complemento cromático con mucho más intensidad, lo que da a las obras una alegría y una vistosidad, imposible de lograr en la estatuaria de basalto o granito o diorita. Cabría incluir en este grupo obras tan conocidas como el Escriba sentado o El alcalde del pueblo

Aunque el relieve que hoy nos interesa, en realidad no responde a ninguna de las dos opciones que acabamos de explicar. Como todo lo que rodeó la vida y reinado de Akhenaton y su revolución de Tell el Amarna, el relieve que hoy comentamos es singular y diferente a todo lo establecido. Amenofis IV, en pleno Imperio Nuevo, inició una transformación revolucionaria de la estructura religiosa del antiguo Egipto, lo que estremeció a su vez toda la organización social, porlítica y cultural de un país cuyas tradiciones milenarias parecían inalterables. Amenofis IV despreció a la curia oficial religiosa, dio la espalda a los dioses de la tradición e impuso un culto monoteísta basado en la adoración al dios sol, Atón. Cambió su nombre en honor a ese dios por el de Akhenaton y trasladó la corte a un nuevo emplazamiento, Tell el Amarna, dando lugar a lo que se conoció como revolución o periodo de Amarna.

Si todo cambió a partir de ese momento, también el arte se vio sacudido por un cambio que hubiera resultado impensable sólo unos años antes, porque especialmente afectó precisamente al arte oficial, el que se había mantenido inmutable desde el Imperio Antiguo. La estatuaria cobra mucha más naturalidad y pierde mucha de la rigidez y de los convencionalismos que la ataban desde siempre. La misma representación del faraón se contagió de un realismo, a veces caricaturesco, que exageraba las facciones, especialmente de Amenofis, no se sabe si para representarlo en toda su fealdad, o para con ello destacar la fragilidad del hombre, aunque sea faraón, frente al poder omnímodo del dios único. Mismo realismo que también se acusó en los retratos de su mujer, Nefertiti, aunque en este caso para subrayar una belleza legendaria, que en ejemplos como el busto de Nefertiti, que guardan los Museos estatales de Berlín, adquiere valores épicos.

En el caso de la representación escultórica a través del relieve, también la revolución de Amarna introdujo cambios importantes. Hasta entonces el relieve había participado lo mismo de los convencionalismos.

Cambia en primer lugar el tema, porque ahora lejos de querer representar el poder del faraón bajo toda su pompa y protocolo, se le caracteriza como si se abriera una ventana a la cotidianidad más familiar y un ambiente costumbrista irrumpiera en la escena con toda su naturalidad, espontaneidad y frescura.


Relieve del templo de Luxor

El prestigioso historiador del Arte Ernst Gombrich, afirma:

"Este relieve muestra los efectos que produjo esta idea en la representación del cuerpo humano. La cabeza se veía mucho más fácilmente de perfil; así pues, la dibujaron de lado. Pero si pensamos en los ojos, nos los imaginamos como si estuvieran vistos de frente. De acuerdo con ello, ojos enteramente frontales fueron puestos en rostros vistos de lado. La mitad superior del cuerpo, los hombros y el tórax, son observados mucho mejor de frente, puesto que así podemos ver cómo cuelgan los brazos del tronco. Pero los brazos y los pies en movimiento son observados con mucha mayor claridad lateralmente. A esta razón obedece el que los egipcios, en esas representaciones, aparezcan tan extrañamente planos y contorsionados. Además, los artistas egipcios encontraban difícil presentar el pie desde afuera; preferían perfilarlo claramente con el dedo gordo en primer término. Así, ambos son pies vistos de lado y la figura del relieve parece como si hubiera tenido dos pies izquierdos. No debe suponerse que los artistas egipcios creyeran que las personas eran o aparecían así, sino que, simplemente, se limitaban a seguir una regla que les permitía insertar en la forma humana todo aquello que consideraban importante".

(GOMBRICH, Ernst H., Historia del Arte, Alianza, Madrid, 1981, págs. 51-52)

Por lo demás, este bajorrelieve que se comenta con las características generales de la escultura egipcia.

Escriba del Museo del Louvre (2600-2500 a.C. IV Dinastía)




Es una escultura de bulto redondo realizada mediante talla sobre piedra caliza, luego policromada. Se ha empleado un tono ocre rojizo para representar las partes desnudas del personaje, color negro para el cabello y las cejas y color blanco para el faldellín. Posteriormente se añadieron a la figura diversas incrustaciones para representar los ojos (cristal de roca) y los pezones (madera).

La estatua nos representa a un escriba en la típica posición de trabajo: sentado, pero con el torso erguido y con las piernas cruzadas, lo que confiere a la figura una forma aproximadamente triangular. El escriba va vestido únicamente con un faldellín de color blanco que deja ver las rodillas. No lleva calzado. Sobre la falda aparece un rollo de papiro parcialmente desenrollado, sostenido con la mano izquierda. La derecha debía sujetar originariamente un utensilio para escribir (quizás un cálamo), hoy perdido.

El personaje, de mediana edad, está apoyado sobre una base semicircular del mismo material y muestra una incipiente obesidad, visible en los pliegues del tórax (del que están ligeramente separados ambos brazos), en la anchura de sus caderas y en su escasa musculatura. Son claramente perceptibles las clavículas. El autor ha mostrado gran atención en la talla de las manos, en las que se muestran con detalle hasta las uñas. Por su parte, de los pies sólo resulta visible el derecho, del que únicamente podemos contemplar tres dedos.

Pero, sin duda alguna, destaca sobremanera en esta figura el detalle en el trabajo del rostro, al que contribuyen la policromía y la vivacidad de su mirada, conseguida con fragmentos de cristal de roca muy pulimentados. Unas grandes orejas, labios finos y nariz proporcionada completan el conjunto de este rostro singular que acusa la tensión de quien está atento a escribir al dictado de otra persona.

Toda la obra manifiesta los rasgos característicos de la escultura egipcia clásica: una frontalidad patente (la parte posterior está mucho menos trabajada), sólo rota por la diferente posición de ambas manos; elevados rasgos de rigidez y acusado hieratismo.

No se conoce ningún dato de la figura representada, aunque algunos egiptólogos han especulado con la posibilidad de que pudiera tratarse de un personaje importante de la IV Dinastía e incluso, quizás, de un miembro de la familia real. En todo caso, es evidente la importancia de los escribas en la administración faraónica, lo que justifica (como ocurre en este caso) su representación escultórica.

Existen otras esculturas de escribas parecidas a ésta, de las que la más destacada es el Escriba de El Cairo, con una actitud muy similar al del Louvre.

Escultura de Kaaper, o el Sheikh el-Beled (el alcalde del pueblo), IV Dinastía (hacia 2500 a. de C.)


Esta magnífica obra de arte comúnmente es conocida como "el alcalde de pueblo", o, en árabe, el Sheikh el-Beled. Se encuentra en el Museo de El Cairo y es de madera tallada. Así fue como le llamaron, de manera espontánea, los obreros que en 1860 trabajaban bajo órdenes de Auguste Mariette en las excavaciones arqueológicas de Saqqara, ya que la imagen les recordaba enormemente a las del alcalde de su localidad. En realidad, el personaje retratado era un Jefe de Sacerdotes Lectores, nacido en Egipto durante el Imperio Antiguo y cuyo auténtico nombre fue Kaaper.

La imagen de Kaaper se talló en un gran tronco, aunque el resultado final se consiguió mediante el ensamblado de varios fragmentos de madera. Ello es fácilmente perceptible, por ejemplo, en el anclaje y unión de los brazos. También el brazo izquierdo está realizado con varias piezas, para conseguir componer su gesto. Todas estas junturas y pivotes se disimulaban completamente bajo la capa de estuco y pintura que recubría la pieza. De este acabado, en la actualidad, apenas queda ningún rastro.

En el momento de su localización la escultura tenía múltiples desperfectos, por lo que fue restaurada para su exhibición al público. La zona inferior y el soporte era lo que se encontraba en peores condiciones, aunque continuaba siendo legible el nombre y la titulación del personaje. En la actualidad, la escultura se expone con parte de las piernas y los pies reconstruidos, y se sostiene sobre una peana moderna. La vara que "el alcalde de pueblo" luce en una mano también es actual. Pero a pesar de los avatares del tiempo, de las grietas y de las fisuras, el trabajo que en la antigüedad se realizó es tan magnífico que la obra sigue mostrando un esplendor y una viveza sorprendentes.

El "alcalde de pueblo", para ser una talla en madera, tiene unas dimensiones inusualmente grandes. Sin embargo, esta no fue la única escultura en madera de gran formato localizada en la tumba de Sheik el-Balad, ya que allí también se encontraron dos piezas de dimensiones similares: una parece representar al propio Kaaper, aunque mostrado en plena juventud; la otra ha sido identificada como una representación de su esposa. Sin embargo, la estatua del "alcalde de pueblo" no destaca únicamente por sus dimensiones, se trata de una obra singular en muchos otros aspectos.

De esta magnífica escultura, ciertamente, lo que más llama la atención es el realismo con el que Kaaper fue representado. Se le muestra como un hombre de cierta edad y con tendencia obesa, además de lucir unos músculos fláccidos y un vientre pronunciado. La imagen impresiona por lo magníficamente captados que se encuentran los detalles más pormenorizados y por la sensacional verosimilitud del conjunto.

El rostro, que tiene un protagonismo especial, muestra a un hombre de formas redondeadas y llenas, con la mandíbula amplia y la papada desarrollada. Los labios son gruesos y de expresión amable, siendo realmente magistral la forma otorgada a las mejillas, así como la suave curva que modela unos pómulos que se hunden suavemente para dar forma a unas leves y naturalistas ojeras. La nariz es más bien corta y el perfil desvela un cierta curvatura en su extremo, aunque todos los rasgos quedan bastante eclipsados por el brillo conseguido en los ojos, realizados con incrustaciones, lo que les proporciona una gran profundidad. Y aunque apenas pueden adivinarse las cejas, éstas consiguen subrayar aún más la expresión de la mirada.

En la estatua del Sheikh el-Balad resulta excepcional el perfilado del límite de las entradas, aludiendo a una incipiente calvicie. Ello amplifica la frente y redondea aún más el conjunto de la cabeza. El detalle en la zona de los cabellos es realmente minucioso, incluso se capta la sinuosa textura del cabello, muy corto, pero con unas ondulaciones que lo delatan como rizado. También hay que hacer mención especial al tratamiento de las orejas, aunque la izquierda se encuentra muy deteriorada.

La actitud de Kaaper es la propia de un hombre de posición, mostrado con pose altanera y ademán solemne. Y aunque no se han conservado, en la antigüedad el personaje debía sostener en sus manos los cetros y emblemas que lo distinguían como un individuo de rango y con un cargo sacerdotal de cierta relevancia. Además de esos elementos, Kaaper no parece haber lucido ninguna joya ni nada que resultara especialmente ostentoso. De hecho, su única vestimenta es una faldellín anudado a la cintura y que se extiende hasta las rodillas. Este sencillo atuendo, no obstante, contiene un detalle a sumar a los muchos otros que hacen de esta escultura una pieza especial: sorprende que la tela se curve y que caiga ampliamente, generando un elegante y profundo pliegue. Un pliegue que sólo puede ser observado en su auténtica dimensión mirando a la pieza desde un perfil, de modo que es como si la escultura nos invitara a girar a su alrededor para poder percibirla desde múltiples puntos de vista y poder apreciar así la riqueza de su singularidad.



Como es tradicional en la estatuaria egipcia, la talla de Kaaper también avanza la pierna izquierda. Pero incluso en este gesto el "alcalde de pueblo" resulta singular, ya que, a diferencia de lo más corriente, la carga no se muestra descansando en el pie derecho. Aunque la parte de las piernas y de los pies han sido muy restauradas, lo cierto es que el conjunto de la composición tiene la peculiaridad de conseguir la sensación de que el peso recae en la extremidad que se adelanta.

De manera sorprendente ello otorga a la escultura de Kaaper una cierta sensación de desequilibrio y, a la vez, un suave movimiento. La presencia del pliegue en la ropa, la manera en que cae el faldellín, la forma de la cadera y la postura del brazo izquierdo, agudizan este insólito efecto de difícil parangón en la escultura egipcia. Dada la intensa capacidad retratística de la que hace gala la obra, quizá podemos llegar a pensar que el artista quería captar algún rasgo particular en el caminar del personaje. Tal vez la orondez y el exceso de peso le confirieran a los pasos de Kaaper, al desplazar su cuerpo, unas características que el artista quiso evocar en una imagen que debía recordarle para siempre.

La verosimilitud captada por el artista y la calidad de la ejecución hacen de Kaaper un hombre reconocible y afín, con el que nos sentimos en singular comunicación. El hecho de realizarse en madera proporcionó, además, la capacidad de intensificar el naturalismo, al permitir liberar los brazos y las piernas, e incluso alzar la mano izquierda para sostener algo con ella. Pero la magia conseguida en el rostro, a lo que se suma la realista y cristalina mirada, alimenta aún más esa sensación de proximidad y hasta de mutua observación. Incluso las insólitas dimensiones para una talla, prácticamente a tamaño natural, hacen de Kaaper un individuo aún más cercano.

En esta escultura el arte egipcio está lejos de la soberbia idealización y del sublime distanciamiento. El atractivo de Kaaper es que resulta atemporal por lo mundano y cotidiano, y ante su retrato podemos perdernos en el tiempo e imaginar a este hombre deambulando por las calles de Menfis, comprando en un mercado, releyendo un papiro algo arrugado, durmiendo la siesta y, quizá, hasta disfrutando de su familia ante una buena mesa. No parece que se tengan que hacer grandes esfuerzos para que la imagen de Kaaper consiga evocar un mundo y un tiempo que ante su presencia hasta se antoja cercano.




En el "alcalde de pueblo" la desnuda madera cobra una vivacidad palpitante, capaz de aproximarnos a un hombre que caminó por Egipto hace milenios pero con unos rasgos y complexión que fácilmente podemos encontrar rememoradas entre los transeúntes de alguna calle de nuestras ciudades, quizá viviendo en nuestro vecindario o siendo el alcalde de nuestro propio pueblo. Esa capacidad de proximidad, de presencia real, es lo que hacen de esta obra una de la creaciones artísticas más fascinantes legadas por el Egipto de los faraones.


Triada de Mikerinos (2530-2500 a.C. IV Dinastía)



En realidad se trata de un altorrelieve, pero es casi una escultura de bulto redondo.

Es una estela de piedra que forma un único bloque con perfil en L en cuya pared vertical encontramos adosadas tres figuras talladas mediante altorrelieve de gran profundidad, mientras la base que da estabilidad al conjunto muestra algunas inscripciones jeroglíficas. Mide 92 cm de altura.

La obra ha sido realizada mediante talla directa sobre la piedra, con pulimentado posterior.

Muestra al faraón Micerinos entre dos divinidades femeninas. El monarca aparece representado con la corona blanca del Alto Egipto y se viste con un sencillo faldellín plisado que deja al descubierto su torso, brazos y piernas. Lleva también la típica barba postiza característica de la realeza egipcia. Micerinos se encuentra en actitud de avanzar, para lo que adelanta su pierna izquierda, mientras su musculatura queda muy marcada.

Las dos divinidades femeninas que acompañan al faraón muestran entre sí algunos rasgos semejantes: ambas se visten con sencillas túnicas casi transparentes que dejan entrever diversos rasgos anatómicos y poseen melenas que caen por delante del cuello para llegar casi hasta los pechos. A la derecha de Micerinos se halla la diosa Hator, cuya cabeza se remata con cuernos de vaca, entre los cuales se muestra el disco solar. A la izquierda del rey encontramos a la diosa protectora de la ciudad de Kynopolis, sobre cuya cabeza se coloca su emblema característico, en el que se distingue un chacal. Existe además otra pequeña diferencia entre las dos diosas: mientras Hathor avanza levemente su pie izquierdo, en actitud de inicio de la marcha, la otra diosa se mantiene por completo estática, con los pies juntos. Sin embargo, las dos divinidades se agarran con una de sus manos al brazo más próximo del faraón.

Las tres figuras muestran evidentes rasgos geométricos y una gran rigidez e hieratismo, a lo que contribuyen la posición de los brazos, pegados al cuerpo, y los puños cerrados. En las tres figuras se ha aplicado el canon escultórico egipcio de los 18 puños y se hace evidente la ley de la frontalidad, que concibe a las esculturas para ser contempladas de frente.

Los elementos simbólicos presentes en este grupo escultórico resultan bastante evidentes. En primer lugar, la posición central del faraón entre dos diosas nos remite a la concepción del monarca egipcio como otra divinidad más. Por otra parte, Hathor, como diosa cósmica, simboliza la protección a los difuntos, a los que ayuda a evitar el sufrimiento de la muerte. Además, la consideración de esta diosa como esposa del dios Horus explica su reiterada aparición en este tipo de estelas, dada la concepción del faraón como personificación en la tierra de dicho dios. Por último, la otra .divinidad femenina que completa el grupo aparece claramente como protectora y patrona del nomo de Kinopolis, ubicado en el Alto Egipto.

Por último, la diferente posición de las piernas en las tres figuras, más o menos adelantadas una respecto a la otra, simboliza también una cierta preeminencia en cuanto a la importancia de su representación.

Micerinos, cuyo reinado se sitúa a mediados del tercer milenio a.C., es el último de los grandes faraones de la IV Dinastía, que supone tanto la consolidación del Imperio Antiguo egipcio como el incremento del poder real en el país, del cual son prueba evidente las colosales pirámides de Giza, de dicha época, que nos muestran a los monarcas egipcios como criaturas divinas con acceso a tan espectaculares tumbas para disfrutar de la eternidad.

La tríada que comentamos forma parte de un amplio conjunto de obras semejantes en las que el mismo faraón aparece acompañado siempre de dos divinidades, que varían en los distintos ejemplares, aunque la representación de la diosa Hathor junto al faraón es prácticamente constante.

Por otro lado, este conjunto escultórico puede considerarse verdaderamente como un grupo, en el sentido de que aumenta la unidad compositiva y evidente relación entre las figuras que lo forman. Con ello, la escultura egipcia supera el nivel más primitivo de la mera suma de estatuas originariamente elaboradas por separado, para dar unicidad, en caso de ser necesario, a sus producciones escultóricas.



Escultura de Rahotep y Nofret, IV Dinastía, 2360 a. de C



Dentro del arte egipcio, la estatuaria monumental dirigida a la representación principalmente de los faraones cobró una epecial importancia como elemento propagandístico, y conservó a lo largo de su larga historia unas características formales prácticamente inalterables, basadas en la rigidez, la frontalidad y el hieratismo.
Aunque no toda la escultura exenta y de estas mismas características se orinetó exclusivamente al retrato faraónico, hubo también ejemplos como el que nos ocupa, en el que los retratados aunque representaban al ámbito cortesano, no pertenecían a la familia real.
Rahotep acaso fuera hijo de Snefru, para quien trabajó en importantes funciones: sumo sacerdote de Ra de Heliópolis, guía de las expediciones, jefe del ejército real, y por tanto un personaje de enorme influencia política, y su mujer también, hasta el punto de ser valorada como “conocida del rey”. No es del todo extraño por tanto, que ambos contaran con una mastaba propia, en este caso cerca de la pirámide de Meidum, y que se permitieran el lujo de contratar para su tumba un retrato funerario. Que eso es la famosa escultura de la pareja encontrada en 1871 durante las excavaciones dirigidas por Augustte Mariette.
Ya en la IV dinastía, época a la que pertenece la escultura, las técnicas de trabajo de los escultores egipcios, así como los estereotipos formales y las recursos iconográficos están plenamente asentados, y se mantendrán inalterables durante siglos como ya hemos dicho. Por ello se estudia esta escultura como una pieza prototípica, porque responde en un perfecto estado de conservación además, a lo que son las características artísticas que definen la escultura egipcia.
En primer lugar, su concepción de estatua como bloque, es decir conservando la volumetría original del bloque sobre el que se talla la pieza. La consecuencia es una sensación de rigidez manifiesta, puesto que todos los miembros del cuerpo se adaptan a ese perfil volumétrico, pero también de una gran monumentalidad por su masa y su tamaño, lo que influye indudablemente en la espectacularidad que expresa siempre el arte egipcio.
La rigidez conlleva una inevitable ausencia de movimiento y de multiplicación de puntos de vista de la pieza, así como de una irremediable frontalidad, que es otra de las características más conocidas de la escultura egipcia. En buena medida todo ello es la consecuencia directa del proceso de ejecución de la obra, que seguía una serie de pasos igualmente establecidos: sobre los bloque cuadrados originales se relizaban los dibujos de la pieza representada en cada una de sus caras, que habrían de servir de guía al proceso de desbastado. Se tallaban los perfiles siguiendo la guía del dibujo, que debía de ser renovado continuamente a medida que la pieza se iba completando. Concluido el perfilado se completaba el pulido de la superficie y se pintaba la pieza.
La proporcionalidad y la simetría era otra pauta sintomática del arte egipcio. Proporcionalidad que en el caso de la escultura partía al parecer del tamaño del puño de la figura, que se dibujaba en un ángulo extremo del bloque original y a partir del cual se relacionaban proporcionalmente todo el resto de partes del cuerpo. La misma frontalidad antes explicada contribuía a componer la estatua en dos mitades equidistantes, lo que unido al sentido del bloque y la rigidez de la pieza le otorgaba esa simetría que igualmente las caracteriza.
Por último, la expresión de las figuras solía elevarse sobre la condición humana y asumía un sentido hierático, distante, frío y carente de emoción, que es bastante lógico considerando que se trataba de representaciones de personajes con un carácter divino, caso de los faraones, o de representaciones funerarias que también habían abandonado este mundo y su condición humana.
Todos estos convencionalismos y formulaciones artísticas pueden comprobarse en la pieza que comentamos hoy. En primer lugar Rahotep y Nofret constituyen un sólido bloque calcáreo, aunque se trate de dos piezas independientes. Ambos están sentados sobre sillas que se simplifican en meros ángulos gemétricos y manteniendo esa rigidez pétrea de la estatuaria egipcia: con los hombros angulados, las piernas juntas, los brazos pegados al cuerpo y la mirada al frente, ligeramente elevada, como mirando a Ra, mirando al sol.
A pesar de todo, esta obra, tal vez por no tratarse de una representación de la realeza, tiene a pesar de sus limitaciones un mayor grado de naturalismo que las demás esculturas de esta primera etapa del Imperio Antiguo. En primer lugar por el tratamiento del color, que era habitual en la escultura egipcia, pero más en las piezas de la escultura popular que en la oficial. Rahotep aparece representado en un tono rojizo y Nofret con una tez blanquecina, lo cual nos indica la diferencia de sexo y de rango, pero también hace más próximas y reales las figuras.
En segundo lugar están los aditamentos que completan la representación de las figuras: Rahotep con su faldellín corto, propio de su condición de gran sacerdote, y un colgante al cuello, y Nofret con su largo vestido blanco de lino, cinta sobre el pelo y un ostentoso collar sobre el cuello. También la expresión resulta más realista que en otros casos, y más que nada gracias a los recursos que denotan la condición social de la pareja: la peluca que lucen ambos, muy habitual sobre todo en las mujeres de la alta sociedad como Nofret; el maquillaje que lucen sobre sus ojos, con el kohl que utilizaban para remarcar el perfil de los ojos y cejas y aumentar la expresión de sus miradas; y el tratamiento dado a los ojos de ambos personajes, realizados con incrustaciones de cuarzo, lo que también contribuye a su mayor realismo.
Un último elemento iconográfico que añadir sería el único que tímidamente rompe la absoluta rigidez de la pieza y su simetría, la posición del brazo en ángulo de Rahotep y su puño cerrado, para algunos, símbolo de su poder.
En esta gama fría de la estatua femenina dan sus notas vibrantes los colorines del collar y de la diadema, los ojos de cristal de roca, la intensa masa negra del pelo y los fuertes trazos del maquillaje.
La mayor altura de Nofret se debe a su voluminoso tocado, que contrasta con el corto de su marido, casi al cero.

La escultura egipcia: el canon de 18 puños (Hesiré, relieve en madera, 2668- 2589 a C.)




La civilización egipcia se distinguió no solamente por sus asombrosas realizaciones arquitectónicas, sino también por la calidad de sus logros escultóricos, manifestados a través de una producción enormemente abundante: desde esculturas colosales (como la famosa Esfinge de Gizeh o las figuras sedentes de Ramsés II en Abu-Simbel) hasta obras de tamaño natural o figurillas diminutas. Por otra parte, junto a las obras de bulto redondo abundan igualmente los relieves, con los que se decoran los muros de muchos edificios. La razón de esta situación ha de buscarse en el hecho de que la escultura tiene sobre todo una finalidad funeraria, asociada a las prácticas religiosas. Pôdría decirse que estas obras no están pensadas para representar la vida en si misma, sino más bien para servir de soporte del alma en la vida eterna.


Se caracterizan las esculturas egipcias de casi todos los periodos por la clara presencia de un canon, de una norma compositiva que regula cómo deben ser realizadas las obras. Como ideal de este canon debemos considerar una figura humana puesta en pie, en la cual la longitud total del representado (desde el centro de la frente hasta la planta del pie) guarde una determinada proporción, exactamente la de 18 veces la medida del puño cerrado. Es lo que se denomina "canon de los 18 puños" que sólo en época ya muy tardía, a partir del siglo VII a. C., sería sustituido por otro de 21 puños, que alargaba más las figuras.
Amén del canon, y en lo que al bulto redondo se refiere, otros claros rasgos caracterizan a la escultura egipcia: acusada frontalidad y simetría (de forma que casi siempre podemos dividir a la obra en dos partes muy semejantes), la tendencia a la actitud estática e hierática y el escaso interés por el detalle.

Por otra parte, y en lo que al relieve hace referencia, resulta una característica básica lo que se denomina "visión rectilínea" de la figura, en la cual el ojo (sólo uno de ellos) y el torso están representados de frente al espectador, mientras que la cabeza y las cuatro extremidades aparecen de perfil. esta norma es compartida también por las representaciones pictóricas.

Armada con estos elementos compositivos, la antigua escultura egipcia nos ha dejado un legado abrumador. Dejando a un lado el relieve (muy abundante en los templos), la gran mayoría de las estatuas procede de las tumbas. Con ello podemos concluir que toda esta ingente obra estaba directamente relacionada con la otra vida, en la creencia de que ésta sí tendría un carácter eterno. Por esta razón, los detalles carecían de importancia... sólo lo esencial permanecería.

jueves, 14 de octubre de 2010

Templos de Abu Simbel (Ramsés II y Nefertari), XIX Dinastía, hacia 1250 a. de C.











En tiempos de Ramsés II se construyeron en Abu Simbel (Nubia) dos templos excavados en la roca -tipo que recibe la denominación de speos-, cuya monumental fachada es como un gran pilono con estatuas. El mayor -el del propio Ramsés II- mide 38 m de altura, y cuenta en su fachada con cuatro grandes estatuas sedentes del faraón, de unos 20 m de altura; en su interior, una sala con cuatro pares de pilares osiríacos da paso a otra más pequeña y al altar. El templo contiguo, algo menor -28 m de altura-, está dedicado a la esposa de Ramsés, la reina Nefertari, y consagrado a la diosa Hathor; cuenta con seis estatuas de la reina, personificada como Hathor, y en su interior la cámara principal tiene tres pares de pilares tallados con la imagen de la diosa. La orientación de ambos es perfecta: al amanecer de los equinoccios, los rayos del sol llegan hasta el propio fondo del speos de Ramsés II -hasta una profundidad de 60 m en la roca-, donde se halla la estatua del dios Osiris.
Ramsés mandó construir este templo con una doble idea: por un lado, para ensalzar su propia figura, ya que las cuatro figuras magníficamente talladas e idénticamente iguales, son un fiel retrato del propio faraón con toda la potencia de la juventud. Por otro, y dado que el templo está ubicado en la frontera con Nubia, país tributario de Egipto, el faraón se hace representar en actitud majestuosa y hierática, como si vigilara el paso de todo aquél que quisiera entrar en Egipto.
Excavado en la roca y situado sobre el Nilo, destaca por la riqueza escultórica de su puerta de acceso, que sustituye el tradicional pilono de entrada, de manera que templo y rey se funden en una sola cosa: el templo es el mismo Ramsés y Ramsés es el templo.
Sobre un podio monumental, las cuatro figuras de Ramsés II han sido talladas directamente de la roca, en piedra arenisca, expresando la idea del rey joven y transmitiendo autoridad, serenidad, divinidad y espiritualidad. Sorprende la figura con la que han trabajado la piedra arenisca hasta conferirle una textura de piedra compacta, como si se tratara de alabastro. Entre las piernas del faraón se observan pequeñas figuras de sus familiares.
Ramsés II con el nemes, la doble corona de las dos Tierras, la barba postiza, símbolo del faraón en vida, el collar y un pectoral grabado con el nombre de coronación, lleva además brazaletes, decorados con cartuchos.
Los cuatro colosos fueron excavados en la roca y están realizados de manera muy cuidada. De ellos, tres se encuentran en muy buen estado, y del cuarto sólo queda en pie la parte inferior, hasta la cintura, mientras que parte de la cabeza y del pecho se encuentran esparcidos por el suelo. A cada lado, de cada uno de los cuatro colosos, están representados familiares directos del faraón.
En la base de los dos colosos centrales hay una representación de las divinidades del Nilo, que simbolizan la unificación de las Dos Tierras, ligando las plantas del Alto y Bajo Egipto. Sobre la entrada hay un nicho con un grupo escultórico que, simbólicamente, representa una escritura criptográfica del prenombre de Ramsés II, Usermaatra. El dios Ra, con cabeza de halcón, tiene en su pierna derecha el jeroglífico indicando la cabeza y el cuello de un animal, leído user, y la diosa de la pierna izquierda representa a Maat. A ambos lados hay bajorrelieves que representan a Ramsés II vuelto hacia el nicho (izquierda) y en adoración (derecha). En la parte superior de la fachada hay una hilera de estatuas de babuinos.
En el centro, sobre la puerta y dentro de una hornacina, encontramos al dios del sol, Re-Harakhti, conjunción sincrética de Horus y Re; a su izquierda, encogida, la figura de Maat, diosa de la justicia, y a la derecha un bastón con cabeza de perro, llamado user. A ambos lados de Re-Harakhti, el faraón Ramsés II, perfilado en bajorrelieve y en posición de adorar al dios que posee los mismos atributos que el nombre de la entronización del faraón, User-Maat-Re ("poderosa es la justicia del sol"), se presenta de manera que está adorando su propio nombre, es decir, se venera a él mismo.
Por encima de esta escena, un friso con cinocéfalos adorando al sol, cierra como una cornisa esta portada monumental, destinada a situar a Ramsés entre los dioses.
En el interior del templo se encuentra una sala hipóstila aguantada por ocho pilares osiríacos. En las paredes de la sala se representan las victorias militares del rey, sobre todo la célebre batalla de Qadesh, contra los hititas. De aquí salen ocho dependencias alargadas, cuatro a la derecha y cuatro a la izquierda, precedidas de un vestíbulo, que servían de almacenes para los objetos de culto. A continuación, y siguiendo el eje principal, se accede a una sala más pequeña aguantada por cuatro columnas y a otro vestíbulo, antecámara del santuario. En la pared del fondo hay cuatro estatuas sedentes que, de izquierda a derecha, corresponden a Ptah, dios de Menfis, Amon, el poderoso dios nacional, el mismo Ramsés II, con la corona azul de la guerra, y Re-Harakhti. La idea de la deificación en vida se manifiesta en el hecho de que Ramsés II está representado en el santuario entre los dioses principales del panteón egipcio, como si fuera un dios.
Realizado en la misma época que el gran templo de Ramsés II, el templo de Hathor o pequeño templo está dedicado a Hathor y a la reina Nefertari. La fachada está compuesta por seis colosos de pie, de aproximadamente 10 metros de altura, excavados en la roca, dentro de hornacinas rectangulares. Divididos en 2 grupos de 3 a cada lado de la puerta de entrada, los extremos representan a Ramsés II y los centrales a la esposa favorita de este, la reina Nefertari, y son del mismo tamaño que los del faraón. Todos tienen adelantada la pierna izquierda, en actitud de marcha. Entre las piernas están representadas esculturas de menor tamaño de príncipes en las estatuas del rey y princesas en las de la reina.

Para ampliar información sobre la historia y monumentos de Egipto, podeis visitar esta web (en inglés):

http://www.ancient-egypt.org/index.html