Este pequeño templo llama la atención por la gran originalidad de sus trazas arquitectónicas, destacando la palmera central que sostiene la cubierta. Se trata de un gran pilar del que arrancan ocho nervios que forman arcos de herradura apeados en ménsulas y que sirven para descargar el peso de la bóveda con que se remata la estructura. A los pies de la única nave, en un espacio ya de por si reducido, se alza una tribuna sobre columnas. Y en el extremo opuesto hallamos un ábside de cabecera plana.
Aproximadamente medio siglo después de que se levantase el edificio, su interior fue revestido casi por completo con pinturas realizadas al fresco, de traza románica, aunque es perceptible también en ellas la pervivencia de elementos mozárabes e incluso estrictamente islámicos. En cualquier caso, tenemos aquí, en la Extremadura soriana, uno de los mejores ejemplos de pintura mural de época plenomedieval del país. Paradójicamente, en 1925 un anticuario logró adquirir parte de esas pinturas, vendiéndolas posteriormente a clientes extranjeros, tras conseguir que una sentencia del Tribunal Supremo avalase tan inaudita operación, hecha además a espaldas de los vecinos de la localidad. Bastantes años después parte de ese expolio legal volvió al país y se conserva en el Museo del Prado, aunque aún hoy día tres museos norteamericanos custodian la otra parte de este tesoro románico.
El conjunto de los frescos presenta dos grandes ciclos: uno de ellos nos muestra escenas relacionadas con el Nuevo Testamento y, en consecuencia, la vida de Jesús (la adoración de los Magos, las bodas de Caná, la curación de un ciego o la Santa Cena) desfila ante nuestros ojos. Por otra parte, un segundo ciclo narra escenas profanas, en las que podemos apreciar muestras de la vida cotidiana de la época (así una cacería de liebres y otra de ciervos, un jinete practicando la cetrería, además de una pareja de bueyes y otra de lebreros), junto a otras que muestran un carácter más exótico, menos habitual, como es el caso de la representación de un oso, de un camello o un elefante que porta un castillete.
Este bestiario que aparece representado en San Baudelio parece responder a un doble sentido: de una parte, son bastante asimilables las escenas de cacería que, no en balde, era una actividad bastante común en la época. Pero, ¿que hacen ahí esos otros animales? Todavía podría entenderse la presencia del oso, bien presente en la España de la época. Pero, ¿y el camello o el elefante?
Podría aducirse, y así se ha hecho, que el templo entero está sostenido por una palmera y que los dos últimos animales citados no son ajenos a ambientes en los que ese árbol resulta predominante. ¿Estaríamos por tanto ante una representación figurada de paisajes desérticos? Sin embargo, más razonable parece considerar que la presencia en la ermita de este bestiario medieval responde al sentido simbólico que acompaña a los propios animales.
De este modo, el camello o dromedario (animal bien propio del mundo islámico)deviene en imagen de la humildad, por su elevada capacidad de resistencia, mientras que el elefante (sobre todo, si, como es el caso, porta un castillete) es muestra de fortaleza, al tiempo que un animal que hiberna como el oso podría simbolizar la resurrección del alma. Finalmente, es bien conocida la asimilación del perro con la fidelidad.
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En fin, nunca sabremos con absoluta certeza qué vienen a simbolizar en San Baudelio estos animales y desconoceremos siempre quiénes fueron los autores de tan impresionantes imágenes.
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