En Durro, en pleno valle de Bohí, se encuentra, algo alejada del pueblo, la pequeña ermita románica de San Quirce, un sencillo edificio de una sola nave cubierta con bóveda de cañón, con cabecera absidada y una espadaña a los pies del templo.
De ese iglesia procede el frontal de altar San Quirce y Santa Julita, conservado actualmente en el Museo Nacional de Arte de Cataluña. De autor desconocido (aunque se atribuye a un denominado taller de La Seo de Urgell) y realizado probablemente muy a comienzos del siglo XII, este frontal de altar, en pintura al temple sobre tabla y en excelente estado de conservación, narra una piadosa historia: el atroz martirio al que fueron sometidos ambos santos durante la persecución contra los cristianos desarrollada en tiempos de Diocleciano. De tales hechos existen diversas tradiciones, en ocasiones con argumentos divergentes. Pero siguiendo el relato que nos ofrece la misma pieza, podemos resumir señalando que Julita, apresada en la ciudad de Tarso junto con su hijo Quirce (o Quirico) de tres años de edad, se negó a prestar pleitesía al emperador, por lo cual ella y su hijo fueron conducidos al martirio, que es lo que nos narra el autor, un conjunto de tormentos casi indescriptibles: inmersión en un caldero de aceite hirviendo, cuchilladas diversas, martilleo de clavos en el cráneo y, si no fuera suficiente, aserrado final del cuerpo hasta deshacerlo en diminutos trozos.
En el frontal, las cuatro escenas laterales nos describen las escenas del martirio organizadas en cuadrados, a modo de viñetas. El centro de la pieza se reserva para una verdadera almendra mística en la que la habitual imagen de Jesús ha sido sustituida por la madre y el hijo, aureolados de santidad. Las virtudes de su pasión les hacen acreedores de este lugar tan destacado.
El tratamiento de cada escena presenta los típicos rasgos de la pintura románica de esta zona geográfica: el alargamiento de las figuras y la simplificación de los volúmenes, los fondos planos y la ausencia de toda perspectiva, los colores bien definidos y el silueteado de cada figura mediante líneas dibujadas en negro. Pero el artista ha querido que al espectador no le pasen desapercibidos los dolores que padecieron ambos santos a lo largo de su martirio y, al mismo tiempo, la resignación cristiana con la que los soportaron. Ni la sierra que atraviesa el cuerpo en vertical, ni los clavos que penetran en la cabeza, ni las espadas que hieren la carne, ni siquiera el caldero con las vistosas llaman que calientan el aceite que contiene en su interior... nada de ello hace dudar de su fe a estos mártires, de quienes más bien podría decirse, a juzgar por las escasas expresiones de su rostros, que ya son conocedores de que la gloria eterna se abre para ellos tras estos suplicios.
Ya hemos dicho que la tradición cristiana nos narra que, una vez muertos, los cadáveres fueron despedazados en fragmentos diminutos y luego esparcidos a los cuatro vientos, para que nadie pudiera recogerlos y darles sepultura. Y concluye que un ángel se ocupó de tal tarea, de modo que los cristianos pudieron proceder al enterramiento y posterior veneración de sus cadáveres. Y así nos los muestra nuestro anónimo artista: triunfantes, felices y santificados. puestos en el frontal del altar de una iglesia con sus nombres bien visibles, para que sirviesen como ejemplo a los humildes cristianos del lugar.
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