jueves, 17 de febrero de 2011

EL Doncel de Sigüenza









"Aqui yace Martín Vázquez de Arce, caballero de la Orden de Santiago, que mataron los moros...".
Con estas palabras comienza el texto de la lápida funeraria situada sobre la famosa estatua del Doncel de Sigüenza. No podían imaginarse aquellos moros el favor que le hacían a la citada localidad de la provincia de Guadalajara que, si reúne ya de por sí suficientes atractivos, es aún más conocida por la estatua funeraria de aquel joven miembro de la nobleza castellana que en 1486, a sus veinticinco años, acudió a tierras del sultanato nazarí de Granada acompañando a su señor.


Fue el padre del fallecido (según nos cuenta el mismo texto) quien recobró el cadáver y lo devolvió a su ciudad natal. Poco después el hermano del finado, ya por entonces dedicado a la vida religiosa, acabaría por encargar el sepulcro que ahora contemplamos, una obra que podemos enmarcar dentro de la escultura funeraria de los últimos momentos del gótico, aunque algunos elementos preludian ya, como veremos, los gustos renacentistas que acabarán triunfando algo más tarde en toda la península. No conocemos documentalmente, en todo caso, el nombre del autor de esta obra, aunque suele darse por seguro que debió realizarse en el taller del escultor toledano Sebastián de Almonacid.

La tumba, situada en una de las capillas funerarias de la catedral de Sigüenza, se dispone bajo un arco de medio punto abierto en la pared, en cuya parte superior hallamos pinturas que muestran escenas de la pasión de Jesús, mientras que en los laterales aparecen esculturillas de los apóstoles Santiago y San Andrés, patronos del linaje. Más abajo, una decoración de grutescos enmarca la lápida funeraria con el texto al que ya nos hemos referido antes. La sepultura en sí misma consta de dos elementos, realizados ambos en alabastro. El inferior es un sarcófago sostenido por tres esculturillas de leones y en cuyo centro dos jóvenes pajes nos muestran el escudo de armas del infortunado joven. El segundo elemento, y principal, es la estatua funeraria del fallecido, a quien no se representa yacente, sino recostado sobre una ramo de laureles que viene a simbolizar aquí el carácter heroico del joven guerrero.

Martín Vázquez de Arce, el famoso doncel, que esboza una levísima sonrisa, se nos muestra vestido de armadura completa, con capa corta y cota de malla bien visible, cubierta su cabeza con un capacete de cuero. En el pecho lleva la cruz de la Orden de Santiago pintada en rojo y de su cinto pende una larga daga. Tanto el cabello como la cota de malla se han oscurecido para dar más realismo a la representación. A los pies encontramos otras dos figuras: un león (que vendría a simbolizar la resurrección) y otro paje, apoyado sobre el casco, en este caso en actitud doliente, una clara alusión al propio dolor de la familia ante la muerte del joven guerrero. Se ha afirmado también que el hecho de que la estatua presente las piernas cruzadas es una referencia a su carácter de cruzado que muere guerreando contra los enemigos de la fe cristiana.


Pero lo que individualiza a este doncel es que en sus manos muestra un libro abierto, lo que, en primera instancia vendría a casar mal con su propia indumentaria militar. Se ha especulado mucho respecto a cuál debería ser este libro que el doncel parece leer con atención y, obviamente, se ha apuntado a que pudiera tratarse de la propia Biblia o de cualquier otra obra de carácter religioso. Sin embargo, lo que resulta interesante es la combinación de la representación militar del fallecido con este interés por la lectura, propio de un hombre de formación humanística. En realidad, estamos ya ante una característica más propia del Renacimiento que de la época gótica, con su ideal de combinación de armas y letras en la figura del cortesano, aun en este caso, fallecido de manera prematura.

Observaba el otro día esta estatua del doncel y me preguntaba a qué se debería esa actitud algo lánguida que el escultor supo mostrarnos en su rostro, como si la lectura de ese libro le anunciase su propio fin y el fin de todo ser humano. Pero lo que más me atraía era esa fijación en la lectura. Más de quinientos años ahí quieto, leyendo sin moverse el mismo libro. Ya a fines del siglo XV había quien sentía amor por los libros (la imprenta llevaba entonces pocas décadas de existencia), hasta el punto de que, para enterrar a un guerrero, muerto en combate, se decidió hacerlo inmortal mostrándolo leyendo.

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