Para muchos estudiosos del arte griego la plenitud clásica en la escultura comienza con la obra del Discóbolo de Mirón. Su perfección anatómica, su elegancia compositiva y el arriesgado concepto del movimento que la pieza soluciona tan satisfactoriamente, marcan una evolución definitiva desde el periodo Severo, una etapa de la escultura clásica todavía demasiado rígida en la disposición de sus figuras y cuyas anatomías están aún por precisar.
La pieza estaba hecha originalmente en bronce porque su autor, Mirón, era un conocido broncista de Eleutere, Beocia, activo entre 470 y 440 a.c, pero de su induable éxito da prueba la enorme cantidad de copias romanas hechas en mármol que se conservan.
En cualquier caso, la del Discóbolo no es la única obra que al parecer hizo Mirón de otros atletas, pues debió de especializarse en este género. Asi, algunas fuentes hablan de retratos hechos por él de atletas como Timanthes de Cleón que se hizo con la victoria olímpica en la prueba del Pancracio en el 456 a.c. o Likinos de Esparta que venció en la Hoplita en el 448 a.c. En todas ellas es de suponer que el estudio del movimiento se convertiría, como en el Discóbolo, en la mayor preocupación de su autor, alcanzando por ello tan gran maestría en su tratamiento. Otras obras conocidas de Mirón, según nos refiere Plinio, serían un epigrama en forma de vaquilla con el que homenajeó a Ladas de Argos, vencedor en el Dólico (carrera de veinticuatro estadios) en la Olimpiada 80 del año 460 a.c. y al que es posible que también le hiciera una estatua de bronce; un Marsias como sátiro; un Hércules, y un Apolo para el santuario de Éfeso.
El “discóbolo” que da nombre a la obra no se sabe a ciencia cierta a quién representa si es que representa algún personaje concreto. Se cuenta que tal vez reproduzca al héroe «Hyakinthos» (Jacinto), amado por Apolo, que habría muerto en el esfuerzo de lanzar el disco. De su sangre, el dios habría creado la flor del mismo nombre. Es posible, desde luego, que el atleta tuviera que tuviera nombre propio a sabiendas de la trayectoria de este escultor y la frecuencia con que retrató a deportistas concretos, si bien también podría tratarse de una imagen del hombre perfecto como ideal de belleza, lo que también nos acercaría al sentido del arte y de la escultura que se impone en el periodo clásico.
Ciertamente la disposición de la figura es muy atrevida. Mirón sorprende al atleta cuando la mano derecha impulsa el disco hacia atrás, para voltearlo en seguida con rápidos giros. Ello obliga a una composición temeraria, curvilínea en espiral y contrapesada con las líneas quebradas de brazos y piernas, lo que multiplica los puntos de vista de la pieza como no había ocurrido en el periodo Severo. En todo caso, el contrabalanceo de brazos y piernas, cuya disposición compensa el peso de la figura simétricamente a un lado y a otro, permite mantener un sentido pleno de equilibrio a pesar del movimiento tan agitado. Y todo ello desde una postura elegante que persevera en la armonía de la pieza. Por todo ello la obra resulta tan relevante en la evolución de la estatuaria clásica, porque ha experimentado un nuevo y novedoso concepto del movimiento, sin perder por ello la esencia misma de la escultura griega: equilibrio y armonía compositiva.
Por otra parte el cuerpo en tensión, como expresa el trabajo anatómico y la complicidad del material utilizado, el bronce, sobre el que resbala la luz estallando en brillos sobre su cuerpo, consiguen transmitir una sensación de instantaneidad que acentúa el dinamismo, al conseguir ese efecto milagroso de congelar el tiempo, que tantas veces volverá a utilizarse en la Historia de la escultura con la misma finalidad.
La anatomía de la figura se acerca a la perfección, porque aunque se alude en ocasiones a la excesiva planitud de la musculatura, lo que ocurre es que a pesar del esfuerzo y la tensión que transmite el cuerpo, no se quiere exagerar la musculación en una apoteosis hercúlea, lo que sería impropio de la eurithmia que predica el pleno clasicismo y que podemos observar en otras piezas tan paradigmáticas como el Doríforo de Policleto. También el canon de proporcionalidad que se establece es el que será habitual en el clasicismo.
Desde el punto de vista gestual, la el Discóbolo está ya en la línea de subrayar el equilibrio emocional (pathos) característico del pleno clasicismo, aunque se advierta una inconexión entre la acción representada y su expresión gestual, que será muestra de su idealización expresiva, característica también de todo este periodo.
De la importancia que alcanzó esta obra y su repercusión en toda la escultura posterior da idea el número de copias que se hicieron después, especialmente en época romana, de la que nos han llegado varias realizadas en mármol, dos de ellas muy conocidas, la denominada como copia Lancelotti, hoy en el Museo Nazionale Romano de Roma, y otra procedente de la Villa Adriana en Tívoli, y que se conserva en el Museo Británico.
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