Se trata de dos esculturas que se mantuvieron en el fondo del mar, sumergidas a ocho metros de profundidad durante unos 2400 años, hasta su descubrimiento casual por un buzo de la zona en 1972. Desde entonces, los guerreros de Riace (localidad más cercana al hallazgo) han pasado a ser incluidos en todas las historias del arte, como prueba de la excelencia a la que llegó la escultura griega en el siglo V a.C. Y no es para menos. Estamos tan acostumbrados a recrear en nuestros cerebros la esculturas griegas que, habitualmente, las imaginamos realizadas en mármol. La razón es bien sencilla: la mayoría de esas obras nos es conocida no por sus originales, sino por copias romanas hechas en piedra, en el mármol que tanto gustaba a los romanos.
Y sin embargo como estas dos esculturas y algunas otras (el áuriga de Delfos o el Poseidón del cabo Artemisio) vienen a demostrar, entre los escultores griegos estuvo muy difundida (sobe todo en los inicios de la época clásica, primera mitad del siglo V a.C.) la realización de obras en bronce, empleando para ello técnicas diversas, entre las que se encontraba la de la cera perdida, usada en ambas estatuas. No obstante, es muy posible que dado su tamaño se recurriese a elaborar por separado las distintas partes de cada una, soldándolas luego. En efecto, lo primero que llama la atención es el tamaño de los dos bronces, algo mayor que el natural: 1,98 metros en un caso y 2 metros en el otro. Ambos nos presentan sendos guerreros completamente desnudos, los cuales muestran ya algunas de las características más destacadas de la escultura griega clásica: la diartrosis (remarcamiento de los pliegues inguinales y pectorales) y el contrapposto, esa leve flexión de la pierna izquierda que se adelanta levemente a la derecha y facilita un suave giro del personaje sobre si mismo.
Por lo demás, quienes labraron los bronces de Riace se preocuparon por mostrarnos con detalle muchos de sus rasgos anatómicos, de manera que los músculos, los tendones e incluso algunas venas quedan bien visibles al espectador, mostrando además una interesante labra del cabello y la barba. La tensión corporal que transmiten se corresponde con esa denominación de "guerreros" asentada, por otra parte, en la circustancia de que ambas piezas poseían originariamente un escudo (hoy perdido) en su brazo izquierdo, que queda flexionado casi en ángulo recto, al tiempo que en el derecho deberían portar algún tipo de armamento. El denominado "guerrero A" muestra una diadema que ciñe su cabello, mientras que el "guerrero B" aparentemente de mayor edad, cubre su cabeza con un ceñido gorro que, por su apariencia, podría ser de cuero. Finalmente, para acentuar los rasgos expresivos del rostro, los escultores empelaron otros materiales: plata (en la dentadura del guerrero A), cobre (en los labios) y marfil (en las órbitas de los ojos).
Existe una gran polémica entre los investigadores respecto al destino de tan colosales estatuas y, sobre todo, en cuanto a la determinación de quiénes pudieran ser los representados. Para unos, se trataría de atletas triunfantes, mientras que otros consideran que representan personajes heroicos o mitológicos. Igual controversia existe en cuanto a los posibles autores de las dos estatuas. Nunca sabremos si fueron broncistas sicilianos, áticos o peloponésicos los que las fundieron y no falta quien se atreve a asignarles un autor conocido, ya sea éste Pitagoras de Rhegion (un artista que trabajó en la ciudad más próxima al hallazgo), Mirón o, incluso, el mismo Fidias. Pero sí hay mayor acuerdo en que ambos personajes fueron realizados en momentos diferentes: el guerrero A correspondería a la primera mitad del siglo V y sus características específicas permiten enclavarlo en el denominado estilo severo, mientras que el guerrero B es algo posterior, de la segunda mitad de dicho siglo y puede ser ya considerado paradigmático del estilo clásico propiamente dicho.
Unos treinta años marcarían pues los diferentes momentos de realización de estas dos obras, pero en ese tiempo la escultura griega había experimentado importantes transformaciones respecto a sus ideales estéticos, aunque una constante se mantuvo siempre presente: el elevado interés por la figura humana, mostrada con rasgos naturalistas pero sin perder una cierta tendencia a la idealización de los representados, porque se trata de guerreros perfectos, lo mejor de la raza humana.
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