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jueves, 28 de abril de 2011

Velázquez, Las Meninas, la Familia de Felipe IV o Alegoría de la pintura, 1656






Las Meninas constituye sin ninguna duda una de las obras más fascinantes de la Historia de la pintura. Más allá de sus valores plásticos, que como veremos vuelven a demostrar el talento de su autor, cobra en ella una especial importancia la complejidad de su estructura, que hace difícil como pocas veces su completa interpretación. En realidad puede decirse que en este lienzo se superponen varios cuadros en uno solo. Por una parte asistimos al retrato espontáneo y lleno de frescura de la Infanta Margarita, la hija de los reyes, que centra el cuadro con su luminosidad y su gracia, perfectamente enmarcada además entre las dos meninas o servidoras, cuyo nombre en portugués acuñó con los siglos el título popular del cuadro. Por otro lado, podría pensarse igualmente que se trata de un retrato real, si observamos el espejo del fondo donde aparacen reflejados los reyes, Felipe IV y su esposa Mariana de Austria, que dada su situación se supone que se encontrarían delante del pintor, de hecho el cuadro en origen se titulaba La Familia.
Pero realmente, el cuadro constituye por encima de todo un homenaje al oficio del pintor. Y no sólo porque también se trata del autorretrato del artista, sino porque además, el entorno en el que aparecen todos los personajes no es el habitual de un retrato regio, con su boato y su postín, sino el propio taller del artista, en el que él aparece trabajando. Los cuadros del fondo, hoy visibles después de la limpieza de la pintura, completan la clave de esta última interpretación, porque en ellos aparecen Minerva y Aracné en uno de ellos, y Apolo y Pan en el otro. Se trata en realidad de dos pinturas que hacen alusión a dos copias hechas por el yerno del pintor, Juan Bautista del Mazo, de dos cuadros, uno de Rubens (el de Minerva y Aracné) y otro de Jordaens (el de Apolo y Pan), temas ambos referentes de un mismo principio: la superioridad de las artes sobre el trabajo artesanal. Velázquez, inmerso, como tantos otros artistas de la época, en defender el prestigio del pintor como un verdadero artista y no un simple artesano, convierte de esta forma su obra en un emblema de esa lucha y de esa reivindicación de los pintores. Posteriormente, Las meninas se consagrarían como en un símbolo de su victoria, cuando ya fallecido Velázquez, se le pinte sobre la pechera de su autorretrato la cruz de Santiago, otorgada por el rey a su valía, y que elevaba a la categoría de noble a un pintor por el hecho de serlo.
Podría pensarse que con lo dicho se completaba de sobra la compleja interpretación de la obra. Pero faltaría un ingrediente. Hay dos hechos significativos que no puden pasarse por alto: que el pintor está representado pintando, y que el caballete lo vemos por detrás. Ello quiere decir que no sabemos, porque no se ve, qué está pintando Velázquez, aunque lo que sí sabemos es a quién está mirando. Podría pensarse que a los reyes, porque se reflejan en el espejo, pero ciertamente la mirada del pintor se dirije directamente al espectador. A ese espectador que a los largo de los siglos se ha quedado mirando embelesado el cuadro de Velázquez y que por supuesto también es parte de la obra. Pocas veces como en esta pintura el espectador adquiere el protagonismo que siempre tiene en la consecución final de la obra artística, porque pocas veces como en este cuadro el pintor lo implica tan directamente, no sólo con su mirada que apunta directamente a nosotros, no sólo por la posición que tiene respecto al caballete y el bastidor, sino porque sin su presencia no habría pintura, ni habría pintor, porque faltaría la mirada del único que podría entender cuál era el deseo, el empeño y el objetivo de Velázquez en este cuadro. En una palabra, faltaría la mirada inteligente, que es la que da vida al arte y que sólo posee la mirada del observador. Todo ello nos emociona más si cabe al contemplar la pintura, porque nos sentimos protagonistas excepcionales de una obra excepcional, y además, en igualdad de condiciones que todas esas otras miles, millones de personas que han sentido lo mismo delante del cuadro a lo largo de los siglos. De hecho, durante muchos años Las Meninas se contemplaba en el Prado con otro espejo colgado ante él, en el que se veía de esta forma como una parte más del lienzo a los espectadores que se hallaban delante contemplándolo.
Por todo ello, Las Meninas es más que un cuadro. Es el símbolo de toda la Historia del arte, porque es tanto un homenaje a la pintura en su grandeza, como al espectador que mira y hace más grande aún la obra en su mirada.
En cuanto a los personajes que deambulan por el taller de Velázquez, están todos perfectamente identificados: aparte de los ya mencionados, los reyes, la infanta Margarita y el propio pintor, se reconocen también a las dos meninas que secundan a la infanta, Mª Agustina Sarmiento, que arrodillándose (como es preceptivo) le ofrece un alimento, y a la derecha Isabel de Velasco. Junto a ella se encuentra la enana macrocéfala Maribárbola y el niño Nicolás de Portosanto. Tras las meninas y en la penumbra, un guardadamas, tal vez Diego Ruiz de Azcona, aunque no queda perfectamente visible y por ello no es del todo segura su identificación y a su lado, la guardadamas, Marcela de Ulloa. Al fondo, contra el marco de la puerta se entrevé a J. Nieto Velázquez, aposentador de la reina y que a pesar de la coincidencia en el apellido no era pariente del pintor.
Pero de momento sólo hemos atendido al valor iconográfico del cuadro, desde el punto de vista plástico Las Meninas es igualmente extraordinario. El cuadro es en primer término una maravilla de luz y de color. La luz, convierte el lienzo en una obra maestra de perspectiva aérea, en la que por otra parte tampoco falta una disposición de perspetiva lineal. Luz, que procede de dos focos: uno lateral desde las ventanas, y otro el foco abierto de la puerta del fondo, que crea profundidad y complementa la luz lateral, alegrando el conjunto de la escena y remarcando además la mencionada perspectiva aérea, con osado atrevimiento tratándose de un interior.
Técnicamente Velázquez alcanza en esta obra su magisterio definitivo. Especialmente el dominio de un pincel que recorre la tela con absoluta libertad, en un trazo discontinuo y abierto, lleno de espontaneidad y viveza, y que se aventura como nunca a construir las formas, los detalles, las texturas, incluso los rasgos de expresión, a base directamente de la mancha gruesa y vibrante de color. El resultado es de una espléndida luminosidad, que impacta en los ojos del observador con toda la fuerza de su expresividad y naturalismo. No es de extrañar que ese mismo efecto, producido sobre la mirada de E. Manet, le abriera los ojos sobre lo que él mismo deseaba que fuera la pintura y que acabaría desembocando en el movimiento impresionista doscientos años después.
Compositivamente el cuadro es puro barroco: dos escorzos en primer plano que centran la escena principal; dos diagonales en V que tiene como centro a la infanta y parten directamente hacia las cabezas de Isabel de Velasco una y del popio pintor la otra; y un doble juego de estructuras abiertas y cerradas con las que dinamizar la escena: las diagonales citadas la abren por un lado, pero la posición de las meninas en dos curvas contrapuestas que parecen acoger entre ellas a la infanta, como si se trata de un paréntesis, cierran en esta parte la composición.
Parece mentira que una escena tan simple en apariencia, resulte una obra tan compleja, tanto desde el punto de vista de su interpretación como de su riqueza formal. Pero esa es la grandeza del arte, que su magia nos hace bailar entre el misterio y la verdad.

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