La primera idea, nacida de la soberbia del papa Julio II, de alzar su sepulcro a cuatro fachadas en el centro de la nueva Basílica de San Pedro que había encargado a Bramante, únicamente quedó reflejada y también desplazada a otra basílica más modesta, San Pietro in Vincoli, en la grandiosidad del Moisés, que en principio iba a ser acompañado por tres Profetas sedentes, a más de los Esclavos o Prisioneros y otras figuras alegóricas. Moisés preside todo el conjunto del sepulcro-retablo y por la magnitud de su escala, deja enanas las figuras del Pontífice y de la Madonna del cuerpo alto, y las figuras alegóricas de Raquel y Lía -vida contemplativa y vida activa.
Hay muchísimas anécdotas sobre la elaboración de esta estatua, la más famosa de ellas relata que cuando Miguel Ángel finalizó la estatua de Moisés se colocó delante de esta obra colosal, la golpeó con un martillo en la frente y se dirigió al profeta preguntándole: "¿por qué no hablas?", a lo que la fantasía popular añade que respondió la propia escultura diciéndole "creaste a David para hacer feliz el aire de Florencia, y por eso él es música; a mi me has creado para estar sentado sobre la tumba de un Papa, por eso guardo la voz de los muertos".
La propia historia del sepulcro parece casi una crónica de sucesos: en 1505, poco después de concluir el David, Miguel Ángel elaboró un ambicioso proyecto de mausoleo pontificio en el que a la estatua de Moisés le correspondería un lugar en el piso intermedio de los tres niveles de los que constaría la obra, que debía tener un total de 47 esculturas. Sin embargo la aprobación de la idea se fue demorando; parece que hubo intrigas palatinas al respecto surgidas de Bramante, quien no quería desviar fondos a la construcción del sepulcro, ya que impedirían financiar las obras de la propia basílica de San Pedro. Así pues, se irían haciendo sucesivos recortes frente a la idea original. Llegados a estas alturas Julio II falleció en 1513 y Miguel Ángel debió acordar las trazas definitivas de la obra con sus herederos, lo que condujo a sucesivas modificaciones. De este modo no se firmó un contrato formal hasta 1532 (17 años después de haber esculpido el Moisés) y el sepulcro no estuvo concluido hasta 1545. Para entonces su ubicación había quedado en la iglesia citada y la tumba se concebía ahora adosada a la pared, mucho menos majestuosa, de menor envergadura y con una sensible reducción del número de esculturas que la componían, hasta tal punto que sólo una de ellas resulta de la mano de Miguel Ángel.
La decepción de un artista que no pudo hacer realidad sus geniales ideas no nos priva de la visión de este coloso del Antiguo Testamento, un gigantesco Moisés de 235 cm sentado que porta bajo su brazo derecho las tablas de la ley, mientras con la misma mano se mesa la luenga barba. No mira al frente, sino que gira su cabeza hacia la izquierda, mientras el pie de ese mismo lado inicia un movimiento en leve contrapposto que rompe el equilibrio de la obra y transmite al espectador una clara imagen de energía, de dinamismo que niega el equilibrio habitual de una estatua sentada.
Pero, ¿por qué esa expresión de enfado en Moisés? Es bastante lógico. Ha subido al Sinaí y, tras permanecer allí cuarenta días, ha recogido el mensaje divino: los diez mandamientos. Ha estado en contacto con la poderosa presencia del mismo Dios y de su cabeza aún irradian rayos de luz. Vuelve hacia su pueblo confortado con el mensaje de Yavhé y encuentra a israel adorando falsos ídolos, un becerro de oro elaborado con las joyas que se han podido reunir en medio del desierto. Moisés entra en cólera, tensa sus músculos y va a levantarse de su asiento. Y en ese momento lo capta Miguel Ángel: todo energía y decisión, asombro y enfado ante la idolatría de su pueblo. Un minuto después romperá en mil pedazos las tablas de la ley, mientras Israel se apresta a recibir el castigo divino.
Esa tensión dramática, ese interés en reflejar el patetismo de la situación es lo que ha venido a denominarse terribilitá, la característica más definitoria de esta inmensa obra que contrasta frente a los rasgos más dulces de la producción anterior de Miguel Ángel. Vemos aquí el rostro colérico, la mirada penetrante, ese juego de tensiones entre una pierna adelantada y la otra retraída, la extraordinaria longitud de la barba, el movimiento del brazo izquierdo que se apresta a recoger las tablas de la ley, el juego de pliegues de la ropa, la fuerza muscular que irradia toda la escultura. La fuerza del profeta emana claramente de su interior y se nos manifiesta en la cólera que el artista sabe transmitirnos.
Así que el Moisés es la historia de varias frustraciones: la del Papa que no vio su tumba acabada, la del propio personaje que asistió a los pecados de su pueblo y la del propio artista que lo talló cuando tenía 40 años, en plena madurez, pero que no lo vio colocado en su sitio definitivo hasta que no había alcanzado los 70, muy lejos de su proyecto original.
De todas formas, Miguel Ángel ha dejado aquí bien claro lo que un genio como él podía hacer con un bloque de mármol. Nos ha mostrado, una vez más su capacidad para transmitir actitudes; la terribilitá, en este caso.
Para ver más detalles de este terrible coloso, pulsad aquí.
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