Si el Renacimiento en su primera etapa es una fase de experimentación que recupera el naturalismo y el realismo de la imagen frente al idealismo medieval, Sandro Boticelli representa una opción muy personal y diferente, que sin perder parte de esa búsqueda de la realidad en el cuadro, se extravía también en una idealización que nos traslada a mundos imaginarios, figuras celestiales y paisajes de ensueño. No es casualidad que su formación humanista estuviera impregnada de neoplatonismo, y que de hecho él mismo fuera uno de los seguidores más significados de la filosofía neoplatónica que de la mano de humanistas como Marsilio Ficino y Pico Della Mirándola, triunfa en la corte de los Médici.
Por ello, Boticelli en sus cuadros no quiere perder la oportunidad que le brinda el lienzo para trasladarnos a través de sus imágenes al mundo platónico de las ideas: al mundo del amor en obras como La Primavera, o al de la belleza en cuadros como El nacimiento de Venus. Es por ello que sus pinturas coquetean con la representación de la realidad transfigurándola ahora en una imagen a veces visionaria, a veces simplemente idealizada, pero siempre bella. Como si la búsqueda de la belleza fuera su verdadero objetivo. Tal vez porque la belleza misma es la esencia del mundo platónico de las ideas. El resultado es así el de una pintura puramente estética realizada por un autor al que podríamos considerar un místico de la belleza, un puro esteta él mismo también. Una pintura por tanto delicada, sutil, de líneas definidas y ritmos danzarines, de luces diáfanas y tonos cristalinos que convierten en poemas sus pinturas.
No podía por tanto faltar este autor y una muestra de su obra en una sección como ésta, comprometida también ella en capturar la belleza del arte.
No importa además que el tema del cuadro sea mitológico o no lo sea, porque también en sus obras de iconografía religiosa, sigue Boticelli empeñado en perseguir incansable la belleza. Así ocurre en esta Anunciación delicada y sutil como pocas.
La estructura compositiva del cuadro es en cualquier caso muy típicamente quattrocentista. La escena se plantea en una habitación a la que no le faltan recursos formales (especialmente en el taraceado del suelo) para representar una perspectiva lineal, y por otro lado, se abre al fondo un paisaje, como otro elemento igualmente característico de abrir el cuadro a un segundo plano diáfano que acreciente la sensación de profundidad.
Pero más allá de este encuadre, las figuras, verdaderas protagonistas de la obra son Boticelli pleno, es decir, idealismo y belleza. Y lo es en primer lugar por la disposición de las figuras, de una elegancia refinada, en la que no falta, como en tantas obras suyas, la liviandad en este caso de la Virgen, que parece flotar en un entorno ingrávido que no es propio de este mundo. En lograr ese efecto tiene mucho que ver sin duda la composición de la obra, dominada por una diagonal marcada por los brazos del arcángel y de la Virgen que se acercan sutilmente hasta casi tocarse la punta de los dedos.
Esa misma postura se afianza con los gestos de los personajes, contrapuestos entre sí, pues a la actitud decidida del arcángel se opone la de la Virgen, arrebolada por la noticia y que parece huir de las palabras escuchadas con una postura esquiva pero que en su pose danzarina nos cautiva por su gracilidad y turbación.
No falta el detallismo característico de la obra de Boticelli y su línea igualmente fina y delicada, que además de sorprendernos siempre por su precisión y exquisitez, en este caso además potencia el ritmo dado a la escena y la cadencia armoniosa de los gestos.
El cuadro se completa con una lograda armonía de colores, que dentro de la serenidad de los tonos combina fríos y cálidos, tenues y brillantes en un acorde pleno de equilibrio y mesura.
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