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martes, 16 de noviembre de 2010

Patricio Barberini, siglo I a de C.



El togado o patricio Baberini, es probablemente el mejor ejemplo de lo que significaban para los romanos las imagines maiorum, los retratos de sus antepasados. Responde a una antigua costumbre de las familias romanas, sobre todo de las más pudientes: la de sacar una mascarilla funeraria del familiar que fallecía y, fundamentalmente, de los varones, que eran los transmisores de la estirpe familiar. Para ello, sobre el propio cadáver del fallecido, un escultor obtenía un vaciado en cera de su rostro, que luego era pintado cuidadosamente, al objeto de darle una apariencia lo más real posible.

La mascarilla era desde ese momento cuidadosamente conservada y agregada a una verdadera galería de imágenes de los antepasados, junto a sus respectivos nombres y los cargos que ocuparon cada uno de ellos. En los sucesivos entierrosf amiliares, esta galería de retratos era sacada del armario en que estaba custodiada para que los antepasados pudieran procesionar junto al cadáver que venía a unirse a ellos.
Esta costumbre tuvo una consecuencia importantísima en la escultura romana: la mascarilla de cera era a veces pasada a bronce o a piedra y se procuraba siempre dar a las obras un carácter absolutamente realista, porque de lo que se trataba era de poseer verdaderos retratos de los antepasados, de que pudiese conocerse cómo eran sus rostros, sin idealizaciones de ningún tipo, de modo que estámos viendo los rasgos verdaderos de tres romanos de hace ya más de dos milenios.
De este personaje se ha dicho que se trata de un patricio, aunque hay quien cree que estamos ante la figura de un nuevo rico que, mediante esta estatua, deseaba entroncar con las costumbres y los modos de vida de la vieja aristocracia romana. Lleva en su mano derecha la cabeza de uno de sus antepasados, que reposa sobre una palmera, tal vez símbolo de la fertilidad, tal vez alusión a un cargo ocupado en alguna provincia de Oriente. La otra mano sostiene a otro antepasado: tres generaciones de la misma familia en el mismo grupo escultórico. Algo absolutamente novedoso respecto a lo que era habitual en la escultura griega. Y, además, hay en los tres retratos un aire claramente familiar: las evidentes calvicies, las amplias fentes llenas de arrugas, los pómulos salientes... la vida que ha pasado por sus cuerpos, ahora convertidos en piedra de una forma completamente naturalista. Realismo absoluto puesto al servicio de una idea de familia en la que cada nuevo miembro debía de mantenerse fiel a las tradiciones de sus antepasados; de alcanzar el honor, la virtud y la fama que ellos hubiesen logrado.

De este modo, la estatua de una romano anónimo, interesado en pasar a la posteriodad y que en ese viaje le acompañasen algunos de sus antepasados, nos permite entender cuáles eran algunos de los valores que hace ya más de dos mil años prevalecían entre las clases dominantes de una civilización que en aquel momento, hacia los años 50-30 a.C. se preparaba para dar paso a un Imperio que se extendería a lo largo y ancho del Mediterráneo.

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