Dentro del arte egipcio, la estatuaria monumental dirigida a la representación principalmente de los faraones cobró una epecial importancia como elemento propagandístico, y conservó a lo largo de su larga historia unas características formales prácticamente inalterables, basadas en la rigidez, la frontalidad y el hieratismo.
Aunque no toda la escultura exenta y de estas mismas características se orinetó exclusivamente al retrato faraónico, hubo también ejemplos como el que nos ocupa, en el que los retratados aunque representaban al ámbito cortesano, no pertenecían a la familia real.
Rahotep acaso fuera hijo de Snefru, para quien trabajó en importantes
funciones: sumo sacerdote de Ra de Heliópolis, guía de las expediciones,
jefe del ejército real, y por tanto un personaje de enorme influencia política, y su mujer también, hasta el punto de ser valorada como “conocida del rey”. No es del todo extraño por tanto, que ambos contaran con una mastaba propia, en este caso cerca de la pirámide de Meidum, y que se permitieran el lujo de contratar para su tumba un retrato funerario. Que eso es la famosa escultura de la pareja encontrada en 1871 durante las excavaciones dirigidas por Augustte Mariette.
Ya en la IV dinastía, época a la que pertenece la escultura, las técnicas de trabajo de los escultores egipcios, así como los estereotipos formales y las recursos iconográficos están plenamente asentados, y se mantendrán inalterables durante siglos como ya hemos dicho. Por ello se estudia esta escultura como una pieza prototípica, porque responde en un perfecto estado de conservación además, a lo que son las características artísticas que definen la escultura egipcia.
En primer lugar, su concepción de estatua como bloque, es decir conservando la volumetría original del bloque sobre el que se talla la pieza. La consecuencia es una sensación de rigidez manifiesta, puesto que todos los miembros del cuerpo se adaptan a ese perfil volumétrico, pero también de una gran monumentalidad por su masa y su tamaño, lo que influye indudablemente en la espectacularidad que expresa siempre el arte egipcio.
La rigidez conlleva una inevitable ausencia de movimiento y de multiplicación de puntos de vista de la pieza, así como de una irremediable frontalidad, que es otra de las características más conocidas de la escultura egipcia. En buena medida todo ello es la consecuencia directa del proceso de ejecución de la obra, que seguía una serie de pasos igualmente establecidos: sobre los bloque cuadrados originales se relizaban los dibujos de la pieza representada en cada una de sus caras, que habrían de servir de guía al proceso de desbastado. Se tallaban los perfiles siguiendo la guía del dibujo, que debía de ser renovado continuamente a medida que la pieza se iba completando. Concluido el perfilado se completaba el pulido de la superficie y se pintaba la pieza.
La proporcionalidad y la simetría era otra pauta sintomática del arte egipcio. Proporcionalidad que en el caso de la escultura partía al parecer del tamaño del puño de la figura, que se dibujaba en un ángulo extremo del bloque original y a partir del cual se relacionaban proporcionalmente todo el resto de partes del cuerpo. La misma frontalidad antes explicada contribuía a componer la estatua en dos mitades equidistantes, lo que unido al sentido del bloque y la rigidez de la pieza le otorgaba esa simetría que igualmente las caracteriza.
Por último, la expresión de las figuras solía elevarse sobre la condición humana y asumía un sentido hierático, distante, frío y carente de emoción, que es bastante lógico considerando que se trataba de representaciones de personajes con un carácter divino, caso de los faraones, o de representaciones funerarias que también habían abandonado este mundo y su condición humana.
Todos estos convencionalismos y formulaciones artísticas pueden comprobarse en la pieza que comentamos hoy. En primer lugar Rahotep y Nofret constituyen un sólido bloque calcáreo, aunque se trate de dos piezas independientes. Ambos están sentados sobre sillas que se simplifican en meros ángulos gemétricos y manteniendo esa rigidez pétrea de la estatuaria egipcia: con los hombros angulados, las piernas juntas, los brazos pegados al cuerpo y la mirada al frente, ligeramente elevada, como mirando a Ra, mirando al sol.
A pesar de todo, esta obra, tal vez por no tratarse de una representación de la realeza, tiene a pesar de sus limitaciones un mayor grado de naturalismo que las demás esculturas de esta primera etapa del Imperio Antiguo. En primer lugar por el tratamiento del color, que era habitual en la escultura egipcia, pero más en las piezas de la escultura popular que en la oficial. Rahotep aparece representado en un tono rojizo y Nofret con una tez blanquecina, lo cual nos indica la diferencia de sexo y de rango, pero también hace más próximas y reales las figuras.
En segundo lugar están los aditamentos que completan la representación de las figuras: Rahotep con su faldellín corto, propio de su condición de gran sacerdote, y un colgante al cuello, y Nofret con su largo vestido blanco de lino, cinta sobre el pelo y un ostentoso collar sobre el cuello. También la expresión resulta más realista que en otros casos, y más que nada gracias a los recursos que denotan la condición social de la pareja: la peluca que lucen ambos, muy habitual sobre todo en las mujeres de la alta sociedad como Nofret; el maquillaje que lucen sobre sus ojos, con el kohl que utilizaban para remarcar el perfil de los ojos y cejas y aumentar la expresión de sus miradas; y el tratamiento dado a los ojos de ambos personajes, realizados con incrustaciones de cuarzo, lo que también contribuye a su mayor realismo.
Un último elemento iconográfico que añadir sería el único que tímidamente rompe la absoluta rigidez de la pieza y su simetría, la posición del brazo en ángulo de Rahotep y su puño cerrado, para algunos, símbolo de su poder.
La mayor altura de Nofret se debe a su voluminoso tocado, que contrasta con el corto de su marido, casi al cero.
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